sábado, 5 de enero de 2013

EPIFANÍA DEL SEÑOR

Aunque la especie humana lleva mas de cuatro millones de años sobre la tierra, sigue siendo muy localista, muy cerrada sobre sus propios planteamientos de vida como si fueran los únicos. El mensaje de la encarnación es un mensaje de apertura y de universalidad, como lo muestra la narración en torno a aquellos magos. Un mensaje perfectamente vigente.
   Hay personas que creen que solamente lo suyo, lo de su familia, lo de su pueblo, lo de su zona es lo bueno; cuando la realidad es que hay cosas buenas por todo el mundo. Hay personas que se dicen ciudadanos del mundo, pero son incapaces de convivir con su vecino de portal o con los del pueblo de al lado o menosprecian a los del país vecino. Siguen vigentes los localismos y las consecuencias que de ellos se derivan (racismos, xenofobias, rechazo del extranjero).
   El mesianismo de Jesús era válido, aunque fuera pobre. Los de su tierra, muy localistas, no han entendido esto; los magos, extranjeros, más abiertos, sí lo han entendido. De ahí que vieron a Jesús no como el rey que oprime sino como el pastor que cuida, no el coronado por la estrella sino el que ofrece la estrella a los del margen. Solamente quien es generoso, quien entrega dones, es capaz de entrar en la dinámica de la apertura.
   El mejor alimento de la vida es la apertura; es medicina que cura muchos males y que puerta que abre a muchos horizontes; es sendero que nos enseña muchas cosas, la principal de ellas el secreto del corazón humano. Una mente abierta es capaz de generar diálogo y acogida; una casa abierta propicia el encuentro y la ternura; un corazón abierto entiende mucho mejor el camino a veces extraño del corazón.
   Jesús es uno que, viviendo en un ambiente muy localista, ha tenido inquietud por ir a la gente de los países extranjeros (Mc 7,24-31), ha hablado con ellos y se ha interesado por su situación. Una persona de mente y corazón abierto hasta caber en él toda persona con toda su necesidad.

Ampliar el campo de las ideas; ampliar y ensanchar la mesa y el abrazo en la casa; hacer más grande el corazón para acoger la debilidad del otro, su diferencia, su preocupación. Vivir la encarnación en modos abiertos y universales, no en modos ñoñamente localistas.

Fidel Aizpurúa, capuchino

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