En un tiempo donde la complejidad de nuestras vidas a menudo
nos aleja de lo esencial, María se erige como un modelo de sencillez y acogida,
recordándonos las virtudes que animan nuestro camino espiritual y comunitario.
Conocemos a María como una mujer del pueblo, que nos invita
a acercarnos a nuestras raíces y a valorar la belleza de la vida cotidiana. Su
humildad y disponibilidad son un faro que nos guía. Ella, madre en la sencillez
de su vida, nos enseña que la grandeza del amor se encuentra en los pequeños
gestos, en la atención a los que más necesitan. Su corazón abierto y generoso
la convierte en un refugio para los descarriados y los desfavorecidos de la
sociedad.
El servicio desinteresado que María nos muestra es un
recordatorio constante de que la verdadera grandeza radica en el amor y en la
entrega al prójimo. Ella se mostró siempre atenta a las inquietudes de su Hijo,
escuchando las insinuaciones de Jesús con un espíritu receptivo. Desde el
momento de la Anunciación hasta el Calvario, María estuvo presente, siempre
disponible para lo que Dios le pedía, mostrando una confianza plena en su plan divino.
Como Madre del Buen Pastor, nos llama a cuidar de aquellos
que han perdido el rumbo, a ser pastores en nuestras fraternidades y
comunidades cristianas, ofreciendo apoyo y amor incondicional a quienes
atraviesan momentos difíciles. Siguiendo su ejemplo, seamos instrumentos de
paz, llevando esperanza a los corazones heridos y brindando nuestra mano a
quienes se sienten desfavorecidos.
En un mundo que a menudo parece estar a la deriva, la figura
de María nos recuerda que siempre hay un camino de vuelta, un camino de amor y
compasión. Que, al mirar a nuestro alrededor, podamos ver en cada rostro una
oportunidad de servir, un hermano o hermana que aguarda y espera nuestra ayuda.
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