domingo, 24 de abril de 2011

FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN

No lo podemos callar.
¡HA RESUCITADO!
No lo podemos apagar.
¡HA RESUCITADO!
Lo débil se ha hecho fuerte
la muerte ha vuelto a la vida
el llanto es gozo y alegría.
¡HA RESUCITADO!
¿Seremos capaces de no asfixiar el secreto de esta noche?
¿Por qué, si somos hijos de la Pascua,
nuestras voces enmudecen el grito de aquello que nos hace eternos?
¡HA RESUCITADO!
Sean nuestros cuerpos instrumentos
que irradien la alegría de Cristo Resucitado.
Sean nuestras voces cánticos que destellen y reflejen
la alegría interna de los hijos de la VIDA.
Sean nuestros pies mensajeros de un mundo nuevo.
Un mundo que necesita el esplendor de la Pascua,
unos hombres que desconocen
que gracias a un Cristo humillado y muerto
nos ha hecho inmensamente ricos,
herederos de una vida que ya no se acaba.
¡HA RESUCITADO!
Con el Señor, despertemos a la vida.
Con Jesús, levantemos nuestros cuerpos postrados.
Con Cristo, agradezcamos a Dios su poder y victoria.
Con el resucitado, gritemos que la muerte
ya no es muerte, que es un sueño que termina.
¡HA RESUCITADO!
Hoy, la noche, ya no es noche.
Todo queda prendado por la belleza de Aquel
que nos hace pasar de la tiniebla a la luz,
del absurdo a la respuesta,
de la mentira a la verdad,
de la humillación a la gloria,
de la tierra al cielo,
de la esclavitud a la libertad.
¡HA RESUCITADO!
¿No lo ves? ¿No lo sientes?
¿No lo oyes? ¿No lo vives?
¡Sí! ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!

sábado, 23 de abril de 2011

SÁBADO SANTO

SER FAMILIA SIN TEMOR
Yo acompañé a María Magdalena al sepulcro. El Evangelio me denomina como “la otra María” (Mt 28,1). La acompañé y tuve el mismo temblor cuando vimos que lo que vimos. Muchos estudiosos del Evangelio harán sesudos análisis de “lo que vimos”. Siempre quedará la cosa un poco en la penumbra, como deben quedar las cosas del amor. Pero a mí, lo que se me metió en el alma fue aquello que repitieron tanto el ángel como el mismo Jesús: No temáis.
Luego lo dirá claramente otro escritor del Nuevo Testamento: el amor echa fuera al temor (1 Jn 4,18). Eso me pasó a mí: eché fuera el temor porque me inundó el amor. Me decía: si lo amo, ¿por qué voy a tener miedo? Y una fuerza me nació dentro.
Entonces entendí por qué ese sonsonete de “no temáis” lo repitió tantas veces Jesús en su vida. Lo contrario de la fe y del amor no son las ideas que uno puede tener, lo contrario es el miedo. Con miedo, con desconfianza, con reticencias, no se puede amar.
Él quería que en su grupo no hubiera temor, porque de lo contrario no habría amor. De ahí que animara tanto a echar fuera el temor. Porque cuando hay amor no hay sitio para el temor y al revés.
Habrá quien explique esto de su resurrección con palabras profundas y hará bien porque la cosa es de hondo calado. Pero yo entendí que lo de la resurrección tiene que ver mucho con el temor echado fuera. Creer en el resucitado es vivir sin temor, entender al otro sin temor, no creer que los demás, aunque sean distintos, me van a hacer daño siempre.
Una familia de gente sin temor, así es la familia de Jesús, el grupo de quienes lo aprecian. Incluso, aunque el corazón tiemble, se puede hacer parte de la familia de Jesús. Él y los amigos se encargarán de ayudarnos a que el temor se vaya quedando a la puerta.
Francisco de Asís le hizo una vez una confidencia a Clara. Le dijo: Yo, ya no tengo miedo; el único miedo es que a ti te pase algo por seguirme en pobreza. Y Clara, como siempre, fue contundente: si tienes miedo, aún no eres cristiano. Toma.
Te interesa formar con tus amigos y amigas, con toda persona, la familia de Jesús, pues tienes que confiar más, tienes que intentar sobreponerte a los miedos, no puedes obrar siempre con desconfianza.
Cuando esta noche en la Vigilia de Pascua leas el relato que habla de mí, de “la otra María”, que cale en tu corazón el mensaje del ángel y del mismo Jesús resucitado: tranquilo, tranquila, no tengas miedo.

viernes, 22 de abril de 2011

VIERNES SANTO

UNA FAMILIA DONDE SIEMPRE SE AMA
Yo me llamo Lidia. Soy aquella “criada que hacía de portera” que recordaréis de pasada esta tarde cuando leáis el relato de la pasión (Jn 18,17). Le puse en un gran apuro a Pedro por dos veces. Él, “echando maldiciones” (Mt 26,74) negó varias veces que era discípulo de aquel preso. Resultaba peligroso significarse. Y no tuvo empacho en abandonarlo a su suerte. Miraba yo a Pedro y me decía: ¡Hombres! Cuando más falte hacen, no los encuentras. Me di cuenta de que el preso, cuando salió del interrogatorio miró a Pedro a los ojos y éste, escabulléndose, salió fuera. Me percaté que estaba llorando (Lc 22,16).
Seguí luego el cortejo, pobre y triste, de aquel que iban a crucificar. Solamente un grupo de mujeres aguantó hasta el final. Había dicho Jesús que “lo iban a dejar solo” (Jn 16,32). Y así fue. Ninguno de su grupo, excepto aquellas pocas mujeres, apareció por allí. Ni de lejos. Lo dejaron solo con su pena y su triste destino.
Pero luego, frecuenté el grupo de cristianos y muchas veces les escuché decir: siempre nos amó. Incluso cuando lo abandonamos, él nos siguió amando. Lo comprobaron porque lo sentían vivo junto a ellos. Les apenaba el no poder decirle ahora: Gracias porque nos amaste siempre. Pero ellos tenían aquella certeza en su corazón, como un tesoro.
Un día la cosa fue más lejos. Alguien dijo: ¿Por qué nos amó siempre? Y fue muy buena la respuesta de una mujer: el amor verdadero hace pocas preguntas. No habría que preguntarse tanto ¿por qué nos amó? , sino si nosotros seríamos capaces de amar como él.
A quien Jesús ha hecho de su familia, nunca le dejará de amar. Eso decían nuestras antiguas Escrituras cuando hablaban de la alianza: nunca os dejaré, decían los profetas. En Jesús lo vimos, nos amó siempre, incluso con nuestra traición. Muchas veces nos preguntábamos extrañados: ¿Cómo pudo dar a Judas el “pan untado”, como pudo besarle si le traicionaba? Nunca dejó de amarlo. Quizá ese amor fue su casa y las cosas no ocurrieron del modo en que nos contaron (que “se ahorcó” y todo eso).
A Clara de Asís le preguntaban los compañeros de san Francisco qué pensaba ella de aquel asunto raro de las llagas que tenía en su cuerpo. Y ella decía que las curó sin hacer preguntas y que el amor había hecho con él una copia del Amado. Y añadía: “Me pregunto muchas veces si seré capaz de amar tanto”.
Hoy vas a leer el relato de la pasión. En la forma quizá sea un relato de pena, de sufrimiento, de humillación. Pero, en el fondo, es un relato de amor, la evidencia de que siempre nos amó, incomprensiblemente, genialmente. La familia de quien ama a Jesús ha de aspirar a amar siempre. Aunque haya fallos y caídas, hay que volver al amor siempre. Ojalá nuestros días, como los de Jesús, no se alejen nunca de un amor sencillo y vivo.

jueves, 21 de abril de 2011

JUEVES SANTO

MI CASA ES TU CASA
Te puede parecer ciencia ficción, pero si lees con atención el texto del Evangelio que hoy utilizaremos en la celebración de la tarde (Jn 13,1-15), hay en la penumbra un personaje que en Mt 26,18 se menta: “Id a la ciudad a casa de Fulano y dadle este recado: El Maestro quiere celebrar la Pascua en tu casa con sus discípulos”. Imaginad un poco: yo soy ese “Fulano”. Llamadme, si os parece, Yohanán, Juan. Muchos nos llamábamos así en aquella época. Jesús quiso cenar en mi casa. Hizo de mi casa su casa, aunque, en realidad, luego vi que era él quien me admitía a su familia.
Yo le vi lavar los pies a sus discípulos. Aquello les contrariaba. ¡Qué Mesías de nada era aquel que lavaba los pies como un siervo! Percibí que no le entendían. Ellos querían un Mesías potente, milagroso, brillante, a cuya sombra ellos iban a sacar algo en limpio. ¡Y se ponía a lavar pies! No entendían que les estaba diciendo: si soy capaz de lavarte los pies con cariño, es que mi corazón, mi vida, puede ser casa tuya. No estás desamparado, no tienes que hundirte cuando las cosas no van bien, tienes una casa donde se te quiere como eres. No lo entendían, pero él seguía lavándoles los pies con el mismo cuidado.
La repera fue cuando se acercó a Pedro: él no se dejaría lavar los pies jamás. Eso era denigrante para Jesús y, de rebote, para él, porque, ya decimos, ¿qué se podía esperar de un Mesías que lava pies? Sin que se le alterase un músculo, aunque la procesión iba por dentro, Jesús dijo a Pedro la frase más “amenazadora” que hay en todo el Evangelio: Si no te dejas lavar, no tienes nada que ver conmigo. Algo se iluminó en la cabeza de Pedro: entendió que lo de menos era el tema de los pies, que le estaba abriendo la puerta de su alma, de su vida, de su casa. Por eso reaccionó con aquella desmesura de siempre: entonces, lávame todo.
Con el tiempo yo, Yohanán, estuve con aquel grupo de seguidores de Jesús cuando se rehicieron del hachazo de la muerte violenta de Jesús. Ellos comentaban aquel episodio del lavatorio de los pies que les marcó. Decían que ahora veían que les estaba abriendo la puerta de su casa, que les estaba invitando a una profunda amistad, que lo suyo no era salvar a nadie, sino abrazar a todos, fueran como fuera. Que su gran empeño era que viéramos que no estábamos solos, que nunca quedaríamos a la intemperie, que en algún lugar siempre nos esperaba alguien, él siempre nos esperaba.
Esto de “mi casa es tu casa” nos suena un poco a E.T. Y hacemos un chiste. Pero, en realidad, todos anhelamos tener una o varias casas, porque la sed de amparo y de abrazo de los humanos es insaciable. Hay un dicho castellano que suena así: “¡Qué se puede esperar de quien no tiene hogar!”. Pongámoslo en positivo: Lo mejor de nosotros se puede esperar porque tenemos hogar (varios hogares cálidos).
Hoy es Jueves Santo: trata de ser hogar para otros, aunque sea un poco. Abre tus “puertas” sin miedo. Escucha, acompaña, sé paciente. Mira lo de dentro de la persona, no te quedes en las apariencias. Todas estas cosas es como “lavar los pies”, decir con el lenguaje de la vida que mi casa puede ser la tuya, si quieres.


sábado, 2 de abril de 2011