viernes, 29 de abril de 2016

RECONCILIÁNDOME

A medida que avanzamos en la vida, estamos más expuestos a cometer errores: herimos a personas que queremos, tomamos decisiones inadecuadas, nos topamos una y otra vez con eso que uno lleva consigo y no le gusta… Estos desajustes minan nuestra persona por muchos motivos: uno ve que nunca llegará a librarse de sus tendencias o deberá sobrellevar ese carácter agresivo que tiene o constantemente es ninguneado por los demás ya que no sabe decir no… Quizá haya también algún episodio pasado que vuelve al recuerdo rompiendo el equilibrio básico para la vida. Siempre hay algún motivo que no nos deja reconciliarnos con nosotros mismos.
   Habremos intentado liberarnos de ello, superarlo, curarlo. En algunos casos lo hemos logrado; pero hay realidades que no se pueden borrar ni recomponer. ¿Qué hacer? ¿Tendremos que llevar esa carga o esa herida durante toda nuestra existencia? Es el aguijón que nos recuerda vivamente nuestra fragilidad humana. Quizá ello mismo es la oportunidad para no andar en mentira haciéndonos ilusiones una y otra vez sobre nosotros y los demás. Es la prueba de que nuestra realidad es frágil y limitada. ¿Cómo vivirla de modo sano, saludable, salvado?
   Necesitamos reconciliarnos con nosotros mismos, tal y como somos. Requiere esfuerzo, humildad, paciencia… Pero, sobre todo, requiere la referencia de alguien que nos acepta y nos ama, más allá de esas limitaciones y heridas que ya son parte de nosotros mismos. Sólo así percibiremos que somos más que todo aquello que nos limita y podremos aceptarnos y amarnos, precisamente, en todo ello. Sentirme amado me hace vivir más allá de mis defectos, limitaciones, historias dolorosas. Eso sí, humildemente, siendo realista, pero no derrotado; un amor gratuito que no depende de que yo sea perfecto, inmaculado.
   Dios, su amor, es el que mejor reconcilia mi persona y me lleva a hacer las paces conmigo mismo. Y así podré ser sanado.
Carta de Asís, abril 2016


lunes, 25 de abril de 2016

UNA VIDA EN TRES DIMENSIONES O CUATRO

Últimamente me está tocando escuchar situaciones de muchas personas que lo están pasando mal. Son historias, como las de millones de hombres y mujeres en este país, que cuando las vives un poco más de cerca se te remueve todo por dentro. Es la desesperanza de una mujer joven que no va a poder ver más a su hija por la que lo daría todo; es el cansancio del que busca y busca trabajo pero ya lleva cinco años recibiendo un silencio por respuesta; es el que tiene la cara curtida de pasar más de diez horas al día en la calle y ya no sabe qué hacer con su cuerpo; es la pareja de 22 años con una niña de unos meses, que espera con un rostro envuelto en tristeza a que le den una bolsa de comida con la que comer un poco mejor; es el inmigrante que no puede tener una vida tranquila porque en el comedor social, algunos comensales, le insultan la mitad de las veces; es la rabia del que no puede dormir ni en el albergue porque no hay sitio para todos, y tiene que deambular hasta que el anonimato de la madrugada le permita encontrar un cajero tranquilo fuera de las miradas y de los problemas; y tantas otras…
   Y cuando paseo por la calle con estas historias en la cabeza hay mucho de lo que veo que me parece irreal, como si gran parte de lo que pasa delante de mí sea una construcción que nos hacemos lejos de la vida más auténtica.
   Con todas estas historias alborotando dentro de mí, me parecen irreales esas compras en las tiendas de moda; me parecen irreales las cafeterías llenas, viendo los cuartos de final de la Champions; me parece irreal las chicas pendientes de sus pantalones rotos por la rodilla o los chicos pendientes de su flequillo; me parecen irreales mis propios problemas centrados en cuestiones nimias.
   Es como si hubiésemos construido un mundo paralelo, que tiene que ver poco con lo que nos estamos jugando en esta existencia, pero que creemos más satisfactorio. Pero en el fondo, nos sabemos insatisfechos. Y esta misma insatisfacción nos hace seguir buscando ansiosamente en este mundo irreal detrás de todo lo que nos promete felicidad y sólo nos aporta entretenimiento y hastío.
   En cambio cuando te acercas al sufrimiento, y eres capaz de superar la tentación de la huída, te sientes más en tu sitio, más centrado, sabiendo que estás viviendo algo más auténtico, como que los contornos de la vida se hicieran más claros y la existencia dejara de ser plana y pasara a vivirse en tres dimensiones, ¡o cuatro!
Javi Morala, capuchino

miércoles, 13 de abril de 2016

OÍR LO QUE NO SE OYE, VER LO QUE NO SE VE

El peor enemigo de la persona es la superficialidad. Ser superficial es fácil. Basta con dejarse llevar. “Dónde va Vicente, donde va la gente”. La superficialidad es pensar como todo el mundo, decir lo de todo el mundo, obrar como todo el mundo. Dejarse llevar. Esto nos hace muy frágiles, muy vulnerables, muy manipulables.
   Lo contrario es la profundidad. Ser profundo no es ser raro, de pensamiento oscuro, de vida extraña. No es ser un “filósofo” al que no hay quien le entienda. No es decir cosas incomprensibles, ni andar desarrapado por el mundo. Es mirar, fijar bien, apuntar al corazón, creer que debajo de la piel hay algo, tratar de llenarse de algo, ahondar en los porqué de las cosas.
   Si recuperamos la profundidad, sabremos mucho de nosotros y sabremos del mismo Dios. Quien anda en la superficie ni sabe de él, más que unas pocas cosas, ni sabe mucho de Dios. ¿Cómo recuperar la profundidad?
   Trata de oír lo que no se oye. Para ello, no hay que temer al silencio. El silencio es la caja de resonancia para oír eso que no se oye. A veces habrá que escuchar sonidos físicos que el silencio permite escuchar y el ruido no: ¿Cómo suenan las hojas de los árboles cuando el viento las mueve? ¿Qué música tienen las espigas cuando en el campo se frotan entre sí? ¿Cómo suenan las alas de los pájaros grandes cuando vuelan? Si no oímos esos sonidos raros, no podremos apuntar a la profundidad?
   Y luego están los otros sonidos: los del corazón cuando se rompe, cuando grita, cuando llora, cuando ríe; los de las lágrimas de los pobres cuando caen de sus ojos y llegan al suelo; los de las alegrías de los humildes que cantan aunque nadie les escuche; los de los pasos de quienes son expulsados de su tierra y pisan tierra extraña. Si no oímos cosas así, no recuperaremos la profundidad.
   Y, además, habrá que ver lo que no se ve: Ver lo que no se quiere ver en las calles de tu ciudad; ver lo que no se publicita (la solidaridad, la generosidad, el amor sencillo); ver el corazón de la ciudad en la música de los callejeros; ver el amor en los brazos que sostienen a los ancianos titubeantes.
   Ver también el valor de los pasos extraños de quienes están al margen; ver los caminos de luz de quienes buscan caminos alternativos; ver el imparable trabajo de quienes quieren cambiar la órbita del planeta por el amor; ver a quienes tocan y aman la tierra en su huertos urbanos.
   Es que no podemos aspirar a otra forma de vida, a otro sentido en la vida, si no ahondamos, si no recuperamos la profundidad. Quien sabe de la profundidad sabe también de la persona y sabe de Dios. Es ahí cuando otra forma de vida es posible. Hay que animarse.
Fidel Aizpurúa, capuchino

miércoles, 6 de abril de 2016

PARA GANAR LA LUZ

Por la cotidianeidad, el don inmenso de la luz pasa inadvertido. Que se lo digan a quien no puede ver. Que se lo digan a quien nunca ha podido estremecerse ante una puesta de sol o ante los colores vivos de un cuadro de Sorolla, o de Oteiza. Que se lo digan a quien no ha podido ver nunca el brillo de unos ojos llenos de amor. Por su cotidianeidad, el peligro de no valorar la luz es evidente; por su cotidianeidad, la hermosura de la luz que se derrama sobre nosotros que vivimos en este planeta sin luz es la prueba de la generosidad de Dios con nosotros.
   Pero la luz no es solamente la de fuera. Hay también una luz de dentro, una iluminación interior que la posee quien la trabaja, porque es un constructo, un trabajo de por vida, un afán que se logra en la medida en que se lo persigue. Hay que hacer un trabajo consciente para ganar la luz.
   Por eso mismo, hay vidas luminosas y vidas oscuras. Estas son las de aquellas personas que proyectan su luz gris sobre todo y lo envuelven todo en grisura. Todo es negativo para ellas, todo está desprovisto de la alegría del color. Todo tiende a lo oscuro. Pero hay otras que van en la dirección opuesta: tienden a la luz, se admiran del brillo de la vida y quieren que todo tenga ese brillo, se ponen siempre en la perspectiva de quien disfruta del color y del amor, valoran con sensata positividad lo que pasa y lo que nos pasa. Gente de luz.
   Decimos casi con ligereza que la Pascua es la fiesta de la luz, que Cristo es la luz de esa Pascua. Y así lo creemos. Por eso mismo, el tiempo de Pascua podría ser un tiempo bueno para el trabajo de ganar la luz, para hacer más sitio a la luz en nuestra vida, para contagiarnos de luz y para comunicar una mística de luz en nuestro derredor. No se trata de falsas iluminaciones, sino de lograr otra perspectiva de vida, más luminosa, más positiva, más esperanzada.
   Hacemos nuestra aquella oración de iluminación que, con humildad, se canta en las reuniones de Taizé: “En nuestra oscuridad enciende la llama de tu amor, Señor, de tu amor, Señor”.
Fidel Aizpurúa, capuchino 

sábado, 2 de abril de 2016

PASCUA 2016. ¡QUÉ AMBIENTAZO!

Un joven cualquiera podría pensar que la Pascua es un rito religioso que poco tiene que ver con la vida de cada uno. Pero las 39 personas que estuvimos en Urbasa vivimos algo diferente.
   Lo primero de todo porque pudimos parar. Ese mantra que tanto nos repetimos que necesitamos pero que tan poco practicamos. Y todos salimos esponjados de poder serenarnos y reflexionar sobre el servicio, la entrega o el amor, pero sobre todo de ese desierto que nos conecta con nosotros mismos y con lo que estamos viviendo.
   Y después poder encontrarnos con nuestra persona al completo, no sólo aquella parte de mí que se puede mostrar más. Y descubrir que no tengo porque rechazar eso que no me gusta de mí. Todo lo contrario, puedo hacer que sea mi mejor compañero de viaje. Aceptarme por entero y saber que hay una luz de plenitud que puede llevarme a vivir “a tope” con todo lo que soy. Saber que mis claroscuros, mis tristezas, mi sufrimiento y el de tanta gente en el mundo, no es lo que define este universo en el que vivimos. Con todo esto nos dimos cuenta que todo tiene mucho “+ sentido” de lo que pueda parecer.
   Y a todo esto llegamos por diferentes medios. El jueves haciendo que el lavatorio nos centrase en una persona intensamente. El viernes conseguimos que nuestros sentidos sintieran algo de lo que vivió Jesús en su pasión y la oración en torno al madero de la cruz se llenó de significado. En el rito de la luz del sábado vivimos en nuestras propias carnes lo que es la noche, la lluvia persistente y la experiencia de que el fuego es más fuerte que la oscuridad. Vimos cómo el grupo de WhatsApp de Jesús renacía tras su resurrección. Participamos todos en el relato de la creación y nos contaron la historia de salvación de Dios con su pueblo. El gozo de las mujeres al encontrarse con el sepulcro vacío, se transmitió a todos y terminamos celebrándolo con bailes que hablaban de nuestra alegría. A las dos de la madrugada fuimos a buscar agua viva, agua cálida, agua profunda, agua que limpia y agua calmada, para renovar nuestras promesas bautismales desde la realidad de cada uno. Nos dimos las gracias de corazón unos a otros y también agradecimos al de arriba tantas oportunidades que nos ofrece.
   Y además tuvimos la oportunidad de encontrarnos con tantos amigos que hacen que la vida sea más luminosa y con los que somos capaces de mostrarnos tal y como somos. Queremos dar las gracias a todos los que hacen posible que año tras año la Pascua sea posible: a los animadores, a los chavales que vienen y que siguen confiando. A Fidel que sigue preparando con mucho gusto las experiencias de cada día. Y este año a Oscar, José Carmen, Sergio, Antonio y Armando que con su paciencia nos han acompañado en las eucaristías.
   ¡Muchas gracias a todos y FELIZ PASCUA!
Javi Morala