A medida que avanzamos en la vida, estamos más expuestos a cometer errores: herimos a personas que queremos, tomamos decisiones inadecuadas, nos topamos una y otra vez con eso que uno lleva consigo y no le gusta… Estos desajustes minan nuestra persona por muchos motivos: uno ve que nunca llegará a librarse de sus tendencias o deberá sobrellevar ese carácter agresivo que tiene o constantemente es ninguneado por los demás ya que no sabe decir no… Quizá haya también algún episodio pasado que vuelve al recuerdo rompiendo el equilibrio básico para la vida. Siempre hay algún motivo que no nos deja reconciliarnos con nosotros mismos.
Habremos intentado liberarnos de ello, superarlo, curarlo. En algunos casos lo hemos logrado; pero hay realidades que no se pueden borrar ni recomponer. ¿Qué hacer? ¿Tendremos que llevar esa carga o esa herida durante toda nuestra existencia? Es el aguijón que nos recuerda vivamente nuestra fragilidad humana. Quizá ello mismo es la oportunidad para no andar en mentira haciéndonos ilusiones una y otra vez sobre nosotros y los demás. Es la prueba de que nuestra realidad es frágil y limitada. ¿Cómo vivirla de modo sano, saludable, salvado?
Necesitamos reconciliarnos con nosotros mismos, tal y como somos. Requiere esfuerzo, humildad, paciencia… Pero, sobre todo, requiere la referencia de alguien que nos acepta y nos ama, más allá de esas limitaciones y heridas que ya son parte de nosotros mismos. Sólo así percibiremos que somos más que todo aquello que nos limita y podremos aceptarnos y amarnos, precisamente, en todo ello. Sentirme amado me hace vivir más allá de mis defectos, limitaciones, historias dolorosas. Eso sí, humildemente, siendo realista, pero no derrotado; un amor gratuito que no depende de que yo sea perfecto, inmaculado.
Dios, su amor, es el que mejor reconcilia mi persona y me lleva a hacer las paces conmigo mismo. Y así podré ser sanado.
Carta de Asís, abril 2016