El pasado 21 de diciembre fue un día de expectativa mundial: el calendario maya había fijado esa fecha como el “día del fin del mundo”. Independientemente de la opinión de los arqueólogos que decían que esa fecha correspondía al final de un período en que los Mayas tenían dividida su previsión histórica, infinidad de oportunistas habían previsto, para personas archipudientes, las nuevas y modernas formas de protegerse y salvarse de la destrucción universal.
Por un lado quedaba patente, como siempre, la injusticia de la prepotencia de los ricos que se disponían a escapar con y por su dinero al destino común de los humanos; por otro, la envidia y la protesta sorda de todos aquellos que, sin posibilidad alguna, se veían ya víctimas de una catástrofe totalmente incierta y desconocida.
Me admiro yo de que siendo tan inteligentes, como somos, y atiborrados de películas apocalípticas donde presentan y desarrollan con todo tipo de detalles anticipados este acontecimiento y sus terribles consecuencias, sigamos cayendo en la trampa que presentan las mismas películas sobre un pequeño grupo (siempre los protagonistas) que, tras pasar muchas dificultades y peligros de todo tipo, alcanza la eterna esperanza de la Humanidad que es la sobrevivencia. Eso es ¡película!; la realidad puede ser otra que no se puede escenificar, porque sería matar la esperanza, cosa que no se plantea ni siquiera el cine.
Para comenzar con realismo se admite el hecho de un final total para este mundo, es decir, su desaparición del universo de una manera traumática, pero se desconoce absolutamente la fecha y los elementos desencadenantes de dicha destrucción. Si es una destrucción total, es total; alcanzaría a todo bunker, refugio o construcción diseñada y preparada para sobrevivir a esa circunstancia, pues lo que falla no son las instalaciones, sino el soporte mismo donde se encuentran las instalaciones: la tierra. Pero, suponiendo que la destrucción no fuese el soporte físico, la tierra, sino algunos de sus elementos: el agua, el aire, la vegetación, etc., al ser a nivel mundial, las condiciones de vida serían o vivir y morir encerrados en un búnker, o enfrentarse y sufrir todas las condiciones adversas, que no se sabe las que serían, que ciertamente serían de película, sin final feliz, por lo que, ante una situación de este calibre, lo mejor es pedirle a la misericordia de Dios no el sobrevivir, sino morir el primero.
Francisco Luzón, capuchino