Decimos que la oración es importante para poder vivir la fe, para mantenernos en la relación personal con Dios. Y es así, en verdad. Pero aunque llevemos años ejercitandonos en la oración, nos viene bien darle un repaso de vez en cuando. Las rutinas, los tiempos de sequedad, los cuestionamientos que sobre la fe imperan en nuestro entorno van adelgazando, debilitando aquellas motivaciones primeras que nos empujaron a tomar un tiempo para orar ante Dios.
Pablo en una carta a los cristianos de Colosas les dice: “Perseverad en la oración”. Para ello es necesario tener la convicción de que no estamos solos en este empeño. Estamos animados por el Espíritu que susurra, inspira, intercede, adora en nuestro corazón. Más que decidir orar desde nosotros, quizá nos ayudaría pensar que poniéndonos ante el Señor, es al Espíritu a quien dejamos que diga en nuestro interior. Nosotros consentimos que nuestro corazón hable, diga, suelte lo que lleva dentro. Y todo esto lo ponemos ante El. No soy yo la fuente de la oración, de la relación con Dios, sino que es Dios mismo el que inunda todo nuestro ser.
Qué gozoso es cuando sentimos su presencia, o cuando salen a borbotones palabras en esa relación, o cuando se percibe uno en coherencia entre lo dicho y lo vivido. Ciertamente es de agradecer. Sin embargo, la verdad de mi oración no se mide desde esas cosas, sino por el grado de apertura de mi corazón a Dios; lo sienta o no lo sienta, tenga palabras o no las tenga, viva coherentemente o no. Su presencia autentifica la verdad de mi oración.
La oración, por ello, no solo es consecuencia de la fe, es también escuela de fe, de purificación, de crecimiento en la relación; nos enseña a vivir en verdad a la luz de Dios.
Carta de Asís, julio 2021