Las relaciones fraternas están sustentadas en la confianza. No sólo en la confianza que se muestra en la complicidad de la vida, sino en la apuesta vital que hacemos de los unos por los otros.
La fraternidad se construye cuando consigo mirar al hermano más allá de que éste cumpla o no mis expectativas. Hay situaciones en las que siento a la hermana en la misma onda que yo: proyectos comunes, ideas parecidas, caminos recorridos coincidentes, pertenencia al mismo grupo, lugar, parroquia… En otras ocasiones podemos estar en desacuerdo, sentimos la frustración de no poder avanzar por el mismo camino, topamos con la imposibilidad de vivir la misma vida… Sin embargo, cuando en mi relación con la otra persona comienzo a mirarla desde su misterio y no desde mis expectativas cumplidas o frustradas, cuando me arriesgo por creer en ella estoy llegando a confiar. Ella es más que lo que veo, siento y controlo porque percibo su misterio más allá de mí.
La fraternidad no se basa en unos acuerdos, sino en la confianza que deposito en el hermano, la hermana. Mi confianza es resultado de mi fe, de una mirada como la que Dios mismo me ha dirigido primeramente a mí, no desde mis logros, sino desde su amor. Esta mirada es capaz de reconocer el pecado, el límite, la contingencia del hermano, de la hermana, porque no es ni ilusa ni buenista. Sin embargo, se niega con todas sus fuerzas a reducir a la otra persona a su defecto dominante o a su bloqueo psicológico. Esta mirada deja abierta la posibilidad de Dios en el hermano, en la hermana.
“Confío en ti, hermana/o porque Dios ha tenido misericordia de mí y te mira a ti con esa misma misericordia”.
Carta de Asís, febrero 2016