martes, 27 de noviembre de 2018

CONFIAR DESPUÉS DEL PECADO

Decía san Pablo que no hago el bien que quiero y hago el mal que no quiero. Cuántas veces hemos experimentado esto mismo. A veces con una radicalidad muy honda. Sentimos que hemos fallado o hemos hecho daño a quienes más queremos o a los más pequeños. Comprobamos no solo que no sabemos amar, o que lo hacemos muy torpemente, sino que además somos capaces de hacer mal.

Cuántas veces no hemos acudido a Dios con la mochila de la vida cargada de un peso que no podemos sobrellevar. Acudimos a Él porque sentimos la necesidad de que nos sostenga, nos dé vida. Y de que nos acoja, nos perdone, nos saque del agujero en que nos hemos metido.

Sentimos la necesidad de vernos mirados más allá del mal cometido, para no encerrarnos en nosotros mismos, para no quedarnos dando vueltas a la culpabilidad. Pero para eso, necesitamos que Dios nos libere de una mano más fuerte que nosotros mismos, porque por nosotros mismos no podemos.

Nos sentimos como el publicano que acude al Templo a orar y se queda en el último banco dándose golpes de pecho y pidiendo misericordia a Dios. Nos sentimos como la pecadora que baña los pies del maestro con sus lágrimas. Sentimos y vivimos nuestra fragilidad y necesitamos apoyarnos en su mano. Nos sentimos como ovejas perdidas y le pedimos al pastor que salga a buscarnos para que podamos sentirnos vivos y amados en medio de nuestra fragilidad.

Necesitamos escuchar la voz de Jesús diciéndonos: “No he venido a salvar a los justos sino a los pecadores”.
Carta de Asís, noviembre 2018

jueves, 22 de noviembre de 2018

VIVIR EL CARISMA FRANCISCANO

VIVIR EL CARISMA FRANCISCANO ES… vivir la simplicidad en una realidad donde la complicación y el conflicto son factores que nunca faltan en nuestras relaciones humanas. Pudiendo ser todo tan simple y llano, es común que por nuestras manías y ansiedades, lo compliquemos todo de más.

San Francisco decía qué: «¡Salve, reina sabiduría, el Señor te salve con tu hermana la santa pura simplicidad!» (SalVir 1). Francisco veía que la simplicidad como hermana de la sabiduría. Francisco desconfiaba de esa avidez intelectual de los libros y prefería ver «a sus hermanos apasionados por la pura y santa simplicidad, por la oración y por la Dama Pobreza». Y es verdad, de cierta forma la sed del conocimiento es una forma de centrarse en uno mismo, en hacer que todo se pueda medir y sopesar. Y la vida de la fe, que debe impacta toda nuestra vida, no se puede sintetizar en formulas y axiomas.

Este camino de simplicidad sería defendido por San Francisco en toda su vida. Las biografías cuentan durante un concurrido capítulo, algunos hermanos «sabios y prudentes» intentaron moderar y adaptar las intuiciones del Pobrecillo, y éste exclamó: «Hermanos míos, hermanos míos, Dios me llamó a caminar por la vía de la simplicidad. No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de san Agustín, ni la de san Bernardo, ni la de san Benito. El Señor me dijo que quería hacer de mí un nuevo loco en el mundo, y el Señor no quiso llevarnos por otra sabiduría que ésta» (LP 18).

Vivir el carisma de Francisco es, entre otras cosas más, rechazar reducir la locura del santo Evangelio a nuestro propio gusto, sino acogerlo y vivirlo con fe, «pura y simplemente y sin glosa» (Test 38-39). El Evangelio no es un cúmulo de ideas sino algo que se vive, porque nuestros actos los que nos definen más que nuestros pensamientos, aunque sean muy devotos (cf. 2 Cel 194-195; Adm 7).

espirituyvidaofm.wordpress.com

martes, 20 de noviembre de 2018

LA HERMANA MUERTE

Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!
Bienaventurados aquellos a quienes encontrará en tu santísima voluntad,
pues la muerte segunda no les hará mal. (LP 7).

Si Francisco llama hermana a la muerte, no es porque, ignorando su carácter terrible e inexorable, la idealice falsamente, sino porque la une inseparablemente a la muerte redentora de Cristo y por eso la acepta alegremente de manos del Padre celestial. Está profundamente convencido de que sólo hay que temer la segunda muerte, la muerte que aleja eternamente de Dios a aquel (cf. Ap 2,11) que concluye su vida en estado de muerte espiritual. En cambio, la muerte del justo, que ha fundido su voluntad con la de Dios, se vuelve «puerta de la vida» (2 Cel 217). La muerte y la glorificación de Cristo fueron la luz que iluminó el tránsito de Francisco. Apuntando su mirada, por encima del paso temible y obligado para todos, a la meta gloriosa, canta justamente la ayuda fraterna que le ofrecerá la muerte abriéndole la puerta que conduce a la alegría sin fin. En esta perspectiva, las Alabanzas de las criaturas, incluida la estrofa de la muerte, son un canto eminentemente pascual. Así se explica la alegría que envuelve la muerte de Francisco.

Octaviano Schmucki, capuchino

jueves, 15 de noviembre de 2018

OTOÑO

Caen las hojas y parece que llegaran de lejos,
como si en el cielo se fueran marchitando jardines
muy lejanos;
caen y dicen con sus gestos: no.

Y en la noche cae, pesada, la tierra,
desde todos los astros en la soledad.

Caemos todos. Esa mano cae.
y mira las otras: pasa en todas lo mismo.

y hay Alguien sin embargo que sostiene la caída
con dulzura infinita entre sus manos.

Rainer María Rilke

martes, 13 de noviembre de 2018

UN FILÓN DE MINERAL BRILLANTE

Desde la ventana de nuestra casa me gusta mirar a la gente de la calle. Veo gente humilde que trabaja duramente para sacar a sus familias adelante. Hay pobres que rebuscan en la sobras del mercado de fruta y verdura. Hay personas de mirada transparente que encierran una perla escondida en su corazón. Quiero ver a hombres y mujeres que trabajan para que en el mundo haya más justicia. Hay otros con gesto de sufrimiento. Observo a jóvenes tristes que esperan el autobús envueltos en sus auriculares. También hay madres que cuidan a sus criaturas con ternura y misericordia.

Pero parece que todos ellos, todos nosotros, estamos llamados a la frustración. Un sentimiento de fracaso puede instalarse en nuestro interior porque los parámetros de nuestra vida no coinciden con la belleza, el éxito, la juventud, el erotismo o la riqueza que se han instalado en nuestra cultura como caminos hacia la felicidad.

Algo así también debió encontrarse Jesús de Nazaret y desde aquel montículo cercano al lago de Galilea, miraba a la gente sencilla y también veía pobres, humildes, limpios de corazón, tristes y misericordiosos, trabajadores por la paz y buscadores de justicia. Pero con un viraje de ciento ochenta grados superaba la percepción de fracaso que les invadía y les ofrecía una nueva mirada para sus vidas. No estaban condenados a la frustración sino que les mostraba, en medio de la roca gris, una veta de felicidad que todavía no habían encontrado. Y así les gritaba: “felices los pobres, los tristes, los humildes; felices los misericordiosos, los de limpios corazón o los que trabajan por la paz; y también felices los perseguidos o los que reciben calumnias”.

Y es que ese filón de mineral brillante que esconde la montaña, muchas veces oscura y siniestra de la vida cotidiana, la forman unos componentes un tanto peculiares: mucha humanidad, el consuelo personal del mismo Dios, la herencia de la Tierra, una vida plenificada, misericordia a raudales, una dignidad incuestionable, la contemplación del creador, una confianza básica en la vida y en el futuro de ésta… Todo ello también es susceptible de formar parte de nuestra vida, pero puede estar enterrado debajo del sufrimiento o la tristeza, ocultado por nuestra sencillez, pobreza o los problemas que nos superan. Excavemos para encontrar esa otra veta de felicidad, ese mineral de vida escondido que no nos resuelve ni cambia la vida, pero que nos ayuda a ver la existencia en sus infinitos matices, con toda su riqueza y esperanza.
Javi  Morala, capuchino

jueves, 8 de noviembre de 2018

CARTA DEL SÍNODO DE LOS JOVENES

Octubre ha sido el mes del Sínodo de los jóvenes, donde el Papa y los obispos han escuchado a los jóvenes y en ellos el querer de Dios. Os dejamos la Carta que han escrito los padres sinodales a los jóvenes del mundo.

Nos dirigimos a vosotros, jóvenes del mundo, nosotros como padres sinodales, con una palabra de esperanza, de confianza, de consuelo. En estos días hemos estado reunidos para escuchar la voz de Jesús, “el Cristo eternamente joven” y reconocer en Él vuestras muchas voces, vuestros gritos de alegría, los lamentos, los silencios.

Conocemos vuestras búsquedas interiores, vuestras alegrías y esperanzas, los dolores y las angustias que os inquietan. Deseamos que ahora podáis escuchar una palabra nuestra: queremos ayudaros en vuestras alegrías para que vuestras esperanzas se transformen en ideales. Estamos seguro que estáis dispuestos a entregaros con vuestras ganas de vivir para que vuestros sueños se hagan realidad en vuestra existencia y en la historia humana.

Que nuestras debilidades no os desanimen, que la fragilidad y los pecados no sean la causa de perder vuestra confianza. La Iglesia es vuestra madre, no os abandona y está dispuesta a acompañaros por caminos nuevos, por las alturas donde el viento del Espíritu sopla con más fuerza, haciendo desaparecer las nieblas de la indiferencia, de la superficialidad, del desánimo.

Cuando el mundo, que Dios ha amado tanto hasta darle a su Hijo Jesús, se fija en las cosas, en el éxito inmediato, en el placer y aplasta a los más débiles, vosotros debéis ayudarle a levantar la mirada hacia el amor, la belleza, la verdad, la justicia.

Durante un mes hemos caminado juntamente con algunos de vosotros y con muchos otros unidos por la oración y el afecto. Deseamos continuar ahora el camino en cada lugar de la tierra donde el Señor Jesús nos envía como discípulos misioneros.

La Iglesia y el mundo tienen necesidad urgente de vuestro entusiasmo. Hacéos compañeros de camino de los más débiles, de los pobres, de los heridos por la vida.

Sois el presente, sed el futuro más luminoso.

martes, 6 de noviembre de 2018

NOVIEMBRE: MES DEL RECUERDO

El mes de noviembre nos trae a cada uno de nosotros el recuerdo de nuestros seres queridos difuntos. Comenzamos el mes recordando a Todos los Santos. Al día siguiente la Iglesia nos invita a conmemorar a todos los fieles difuntos. En los primeros días del mes se visita el cementerio para rezar por los seres queridos que nos han dejado.

Me parecen interesantes las palabras y la enseñanza del Papa emérito, Benedicto XVI, quien en una de sus audiencias decía que es como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos… El ser humano desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo…El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad.

La solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. Las personas creyentes sentimos que nuestra vida está unida a Dios, a un Dios que salió de su aislamiento y lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).

Sentimos que el amor requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar que la muerte lo destruya en un momento. Por eso los cristianos en medio de la muerte seguimos hablando de vida, de vida eterna, de vida plena.

Al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo. Y precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera y firme.

Benjamín Echeverría, capuchino