Cuántas veces no hemos acudido a Dios con la mochila de la vida cargada de un peso que no podemos sobrellevar. Acudimos a Él porque sentimos la necesidad de que nos sostenga, nos dé vida. Y de que nos acoja, nos perdone, nos saque del agujero en que nos hemos metido.
Sentimos la necesidad de vernos mirados más allá del mal cometido, para no encerrarnos en nosotros mismos, para no quedarnos dando vueltas a la culpabilidad. Pero para eso, necesitamos que Dios nos libere de una mano más fuerte que nosotros mismos, porque por nosotros mismos no podemos.
Nos sentimos como el publicano que acude al Templo a orar y se queda en el último banco dándose golpes de pecho y pidiendo misericordia a Dios. Nos sentimos como la pecadora que baña los pies del maestro con sus lágrimas. Sentimos y vivimos nuestra fragilidad y necesitamos apoyarnos en su mano. Nos sentimos como ovejas perdidas y le pedimos al pastor que salga a buscarnos para que podamos sentirnos vivos y amados en medio de nuestra fragilidad.
Necesitamos escuchar la voz de Jesús diciéndonos: “No he venido a salvar a los justos sino a los pecadores”.
Carta de Asís, noviembre 2018
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