Hay personas que nos maravillan por su gran memoria, porque son capaces de acumular mucha información en multitud de campos del saber: ciencia, cultura, historia... Son como enciclopedias andantes. No hay más que ver algún concurso de televisión. Decimos de ellas que saben mucho. Hay otras personas que, aunque no sepan tanto como las anteriores, poseen la facilidad de captar los mecanismos humanos que mueven a los demás; son rápidas a la hora de saber qué le agrada y le disgusta al que tiene al lado, qué motivaciones le mueven, cómo se siente, qué necesita... No es fácil llevarles a engaño porque se las saben todas.
Pero cuando hablamos de alguien que es sabio, no nos estamos refiriendo a la acumulación de datos y saberes ni al conocimiento de las personas, sino a esa capacidad humana que se adquiere cuando comenzamos a percibir lo que podemos y no podemos esperar de nosotros mismos y de los demás. Es como ese olfato para calibrar en su justa medida lo que nuestra condición humana puede dar y no dar. No es mero fruto de un esfuerzo intelectual, ni de habilidades de relación, sino esa lucidez adquirida en la experiencia personal que nos sitúa en nuestra verdad. Esta sabiduría no nos coloca por encima ni por debajo de los demás, sino que nos pone en nuestro sitio en medio de la realidad. Es un tipo de sabiduría que requiere humildad. La persona que está llegando a esta situación, decimos que es una persona sabia.
Y hay otra sabiduría, parecida a la anterior, que se alcanza ante la presencia de Dios. Es la persona que se sabe criatura. Más que una especie de logro o algo que se alcanza, es una especie de revelación, un regalo. Ante el descubrimiento de la presencia de Dios, uno mismo se ve, al mismo tiempo, como la mayor maravilla de la naturaleza por el amor que recibe y como la más pequeña de las criaturas, porque todo es regalo, don, sin ningún mérito.
Carta de Asís, diciembre 2020