- Sobra decir que la propuesta de Jesús, su reino, es, justamente, lo opuesto al poder. En él, todos somos iguales y de ser alguien algo más esos serían los humildes, los pobres. Pero el reino y el poder es incompatible (Mt 20,25).
- La misma familia de Jesús mantiene una indudable ambición respecto a Jesús (como en Jn 7,1-10). Creen que de un Mesías se pueden deducir beneficios para el clan familiar. Por eso, siempre están al acecho para ver si llega la hora de tocar poder.
- Los discípulos, por supuesto, están afectados del ansia de poder y de ambición. Es verdad que han hecho un gran esfuerzo por seguir a Jesús con muchas privaciones, pero están esperando qué les va a tocar (Mt 19,27). Siempre esperando beneficios. Por eso, se les remueven las tripas cuando ven a un Jesús lavando pies (Jn 13,6-11).
- Incluso después de su muerte, cuando Jesús adoctrina sobre el reino de Dios, la pregunta está siempre presente: ¿es ahora…? (Hech 1,6-7). No les abandona la ambición que es el rostro del poder. Tendrán que hacer un largo proceso de reorientación.
- Es la ambición sin tapujos: se esperan de Jesús unos beneficios y se quiere estar en primera fila para hacerse con ellos. Además hay una actitud de evidencia: “manda”. O sea, Dios tiene que dar esos beneficios. Ya no se habla de la gracia, sino del pago a unos servicios prestados.
- Es cierto que en los discípulos hay adhesión y hasta amor por Jesús. Pero a eso se mezcla la ambición y el anhelo de poder. Tiene que hacerse un trabajo evidente de reorientación.
- Jesús quiere hacer ver que el reino funciona con otros parámetros: no la jerarquía y el poder, no la ambición y los primeros puestos, sino la igualdad, el servicio y la ausencia de ambición.
- Jesús mismo es un servidor, uno que se pone el delantal (Lc 12,27), uno que está fuera de la mesa como quien sirve (Lc 22,24-27). Es un mesianismo de servicio y de humildad el suyo. Nada tiene que ver con el poder. Por eso la ambición no tiene sentido.
Aplicación:
La ambición parece ser un elemento estructural, tanto de la persona como del hecho social. Pretender “desterrarla” es pretender lo imposible. Nos referimos a la ambición tóxica, excluyente, aquella que tiene como centro real el beneficio autorreferenciaL y, por lo tanto, no sufre ni se altera ante las consecuencias, muchas veces dramáticas, que se deducen de un comportamiento ambicioso. No nos referimos a una ambición dinamizadora, aquella que siempre aspira a que las cosas estén mejor hechas, a que los niveles de humanidad suban, a que el progreso y el bienestar se difundan para todos. El Evangelio fustiga la ambición autosuficiente y cree que ese es el gran escándalo de quien viene a la comunidad, merecedora de aquella hiperbólica pero sugerente “rueda de molino”.
Pretender el destierro de la ambición en la sociedad sería como querer quitarle la espina dorsal sobre la que está articulada. Pero sí se puede moderar y reorientar. Muchas iniciativas sociales y económicas pretenden una reorientación de la ambición. El que la gran corriente de lo humano, al menos en los países occidentales, esté asentada sobre la más cruda de las ambiciones no invalida los trabajos de quienes, en los márgenes, emplean lenguajes y formas de comportamiento con la ambición controlada cuando no con una forma evidentemente solidaria. No todo es el “estanque de tiburones” en que parecen haberse convertido las relaciones sociales.
Este trabajo del control de la ambición es también necesario en subsistemas como los religiosos, ya que albergan en su seno unos niveles de ambición realmente espeluznantes. Parece que, por derivado religioso, debería ser todo lo contrario, pero la historia y la realidad diaria lo desmienten. Mientras no se aireen los sótanos de la estructura, mientras no sean cuestionadas estructuras tan rígidas como las de la Curia Vaticana o tan llenas de prejuicios ambiciosos como el clericalismo reinante, siempre estará viva la necesidad de una reforma de fondo. Vivir en la burbuja religiosa que afirma y quiere hacer ver que esto no existe es cerrar los ojos a la realidad.
Hasta en las estructuras sociales de mayor componente relacional, como la familia, será preciso tener controlada la ambición. Porque la desigualdad real en las relaciones de pareja toma muchas veces la prepotencia del poder que es el rostro de la ambición. El equilibrio en el poder y el control de la ambición son piedras del cimiento real sobre la que se asienta la relación familiar.
La propia estructura personal habría de verse afectada por este control de la ambición ya que es, a veces, una tendencia irrefrenable en la persona la de tratar de apoderarse de la realidad íntima del otro. Porque es cierto que los ladrones roban cosas y son penados por la ley, caso de que les atrape. Pero la persona tiende a apropiarse de sentimientos, opiniones, perspectivas de vida, historias de dentro. Somos “ladrones de personas”. Si la ambición campa a sus anchas el ladronicio puede ser espantoso, destructor.
Fidel Aizpurúa
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