Durante este tiempo de pandemia hemos escuchado varias veces que el virus nos iguala a todos, pues infecta por igual a pobres y ricos a lo largo y ancho de nuestro mundo. Los medios de comunicación nos han notificado la muerte de personas conocidas, famosas y acomodadas.
Es verdad que también ha afectado a algunas personas que han tenido más medios para hacerle frente. Aun así, la realidad nos muestra que, a las personas más pobres, más vulnerables, esta pandemia afecta más, pues los pobres mueren casi siempre antes.
Quienes analizan nuestro mundo nos dicen que uno de los efectos del coronavirus es precisamente la desigualdad. Esta ha crecido, ha aumentado en la mayoría de los países. Nos dicen también que el coronavirus ha destapado muchas desigualdades que estaban ocultas y que va a crear otras nuevas. Muchas personas van perdiendo su trabajo y otras sufrirán jornadas interminables y extenuantes, que les hará prácticamente imposible poder conciliar la vida familiar.
La realidad es que en estos tiempos todos nos sentimos más frágiles y somos conscientes de que el virus puede ocasionarnos la muerte. Nunca como hasta ahora la muerte ha estado tan presente en nuestro día a día. Noticias, conversaciones, informaciones nos llevan al mismo tema. No queremos morir ni que se nos mueran las personas cercanas y queridas. La muerte de un familiar, de un abuelo, de un padre, madre, hermano o amigo, la sentimos como algo irrecuperable. Nos cuesta aceptar que haya personas que se olviden de esto y funcionen como si no pasara nada en nuestro mundo, desoyendo los consejos y orientaciones de las autoridades sanitarias.
No hace mucho tiempo leía un artículo en el que se decía que casi todos, seamos creyentes o no, o más o menos creyentes, ante la muerte podemos hacer dos cosas: llorar y rezar. Recuerdo esta afirmación en este mes de noviembre, en el que tradicionalmente tenemos un recuerdo especial como creyentes por todos nuestros difuntos. Ante su ausencia, utilizamos este tipo de expresiones: “se nos ha ido”, “nos ha dejado”, “ya no está entre nosotros”…, marcando así su ausencia ante el vacío que nos deja. Sin embargo, hay también otra expresión que apunta en otra dirección. Cuando alguien muere, como creyentes también decimos: “ya ha llegado”. Expresa la convicción de que esta persona ha hecho lo que tenía que hacer en la vida y ahora está junto a Dios. Un Dios que es amigo de la vida, que acompaña nuestra vida y nos da la vida plena o eterna. Ante él presentamos la vida de todos los difuntos, conocidos y desconocidos, al mismo tiempo que reconocemos que la vida es el mayor regalo que recibimos de Dios y estamos llamados a defenderla, protegerla, cuidarla y cultivarla.
Benjamín Echeverría, capuchino
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