jueves, 31 de octubre de 2019
martes, 29 de octubre de 2019
¿Y CUANDO LA FRATERNIDAD NO VA?
Todos hemos querido vivir la familia, el grupo de amistad, la fraternidad o la comunidad eclesial aspirando a vivir en armonía. Siempre se ha intentado actualizar aquello de “vivían unidos y todo tenían en común...” que aparece en los Hechos de los apóstoles. Todos conocemos en propia carne las dificultades de todo tipo, tanto personales como de grupo, para poder alcanzar ese sueño. Todos hemos puesto en juego lo mejor de nosotros para superar los obstáculos y reconducir la convivencia, las relaciones, y así hacer realidad una vez más la comunidad, la familia.
Sin embargo, en más de una ocasión sucede que no se ven los frutos esperados, por más que se haya intentado y por más que se hayan puesto los medios que eran necesarios. Se tiene la impresión de que no es posible entre nosotros la convivencia en el mínimo nivel que requiere nuestra vida familiar, de pareja o comunitaria. Entonces emergen los fantasmas de la imposibilidad de la fraternidad, la incapacidad personal o del grupo para poder vivirla, las impotencias que hacen tambalear las certezas que nos hicieron apostar fuerte por la fraternidad...
No siempre es posible, pero quizá haya llegado la hora de resituar la vida en fraternidad. Ahora, no es cuestión sólo de buena voluntad (respeto, perdón, colaboración...), ni de aprendizaje de habilidades para la convivencia (asertividad, autoconocimiento, saber expresar sentimientos...). Todo ello seguirá haciendo falta, pero lo que habrá que reformular es dónde está fundamentada mi fraternidad, mi familia, mi amistad... Qué es aquello que la ha generado y la sostiene. O, quién es el que nos ha llamado a tomar parte en esta aventura de la fraternidad.
Esto no es la solución, pero nos coloca en un nueva visión de la fraternidad. Y quizá todo adquiera una nueva perspectiva. No nacerá de nosotros, aunque nos implique personalmente como nunca; sino que será una vocación, una llamada, un camino inédito hacia no sabemos qué; pero sabremos que será Él el que nos convoca a los diferentes.
Sin embargo, en más de una ocasión sucede que no se ven los frutos esperados, por más que se haya intentado y por más que se hayan puesto los medios que eran necesarios. Se tiene la impresión de que no es posible entre nosotros la convivencia en el mínimo nivel que requiere nuestra vida familiar, de pareja o comunitaria. Entonces emergen los fantasmas de la imposibilidad de la fraternidad, la incapacidad personal o del grupo para poder vivirla, las impotencias que hacen tambalear las certezas que nos hicieron apostar fuerte por la fraternidad...
No siempre es posible, pero quizá haya llegado la hora de resituar la vida en fraternidad. Ahora, no es cuestión sólo de buena voluntad (respeto, perdón, colaboración...), ni de aprendizaje de habilidades para la convivencia (asertividad, autoconocimiento, saber expresar sentimientos...). Todo ello seguirá haciendo falta, pero lo que habrá que reformular es dónde está fundamentada mi fraternidad, mi familia, mi amistad... Qué es aquello que la ha generado y la sostiene. O, quién es el que nos ha llamado a tomar parte en esta aventura de la fraternidad.
Esto no es la solución, pero nos coloca en un nueva visión de la fraternidad. Y quizá todo adquiera una nueva perspectiva. No nacerá de nosotros, aunque nos implique personalmente como nunca; sino que será una vocación, una llamada, un camino inédito hacia no sabemos qué; pero sabremos que será Él el que nos convoca a los diferentes.
Carta de Asís, octubre 2019
jueves, 24 de octubre de 2019
SIETE PASOS PARA SER MENORES
- Procura descubrir lo mejor de cada uno.
- Elogia sinceramente a los demás.
- No tardes en admitir tus errores.
- Sé el primero en disculparse después de una discusión.
- Admite tus limitaciones y necesidades.
- Sirve a los demás.
- Reconócele a Dios el mérito de toda cualidad que tengas y de todo lo bueno que te ayude a hacer.
martes, 22 de octubre de 2019
ALGUIEN TOTALMENTE DIFERENTE
Cuando volví de Tierra Santa este verano, un amigo de la fraternidad me preguntó cuál había sido la experiencia más importante del viaje. Le dije que me quedaba de fondo una especie de convicción de que Jesús era alguien diferente, alguien especial. Él me miró incrédulo como diciendo que eso ya lo sabíamos todos sin necesidad de ir al país del nazareno.
Me he cuestionado varias veces por qué para mí ha sido tan importante ese descubrimiento aparentemente insignificante. Durante mucho tiempo, desde mi gran racionalismo, he pasado por el tribunal de la razón científico-empírica toda mi reflexión religiosa. Así, intentaba explicar la divinidad de Jesús diciendo que era hijo de Dios, casi, como todos nosotros somos hijos de Dios. Es decir esa “razón” cientifista y estrecha era el cedazo exclusivo de la forma de entender mi realidad creyente.
Pero el viaje a Tierra Santa me ha hecho vivenciar que Jesús era distinto; que Jesús era judío como tantos otros, pero portaba una imagen increíblemente bondadosa del Padre; que la relación que tenía con publicanos y pecadores “no es de este mundo”; que su mezcla de compasión y asertividad, es sólo posible en un corazón completamente transparente; que una preocupación por los más pequeños como la suya, sólo la puede vivir un espíritu totalmente libre; que su profundidad y sencillez hablan de una sabiduría de vida gigante; que su experiencia de Dios fue única; que no me cabe en la cabeza cómo se puede entregar la vida en manos de una violencia sin sentido y encima perdonando. Es decir, después de visibilizar a Jesús en la tierra que él pisó, me queda la intuición, la conciencia, la certeza de que fue único, especial, maravilloso, extraordinario. Jesús fue totalmente diferente, fue “totalmente otro”: ¿no es este el nombre que también damos a Dios?
Me he cuestionado varias veces por qué para mí ha sido tan importante ese descubrimiento aparentemente insignificante. Durante mucho tiempo, desde mi gran racionalismo, he pasado por el tribunal de la razón científico-empírica toda mi reflexión religiosa. Así, intentaba explicar la divinidad de Jesús diciendo que era hijo de Dios, casi, como todos nosotros somos hijos de Dios. Es decir esa “razón” cientifista y estrecha era el cedazo exclusivo de la forma de entender mi realidad creyente.
Pero el viaje a Tierra Santa me ha hecho vivenciar que Jesús era distinto; que Jesús era judío como tantos otros, pero portaba una imagen increíblemente bondadosa del Padre; que la relación que tenía con publicanos y pecadores “no es de este mundo”; que su mezcla de compasión y asertividad, es sólo posible en un corazón completamente transparente; que una preocupación por los más pequeños como la suya, sólo la puede vivir un espíritu totalmente libre; que su profundidad y sencillez hablan de una sabiduría de vida gigante; que su experiencia de Dios fue única; que no me cabe en la cabeza cómo se puede entregar la vida en manos de una violencia sin sentido y encima perdonando. Es decir, después de visibilizar a Jesús en la tierra que él pisó, me queda la intuición, la conciencia, la certeza de que fue único, especial, maravilloso, extraordinario. Jesús fue totalmente diferente, fue “totalmente otro”: ¿no es este el nombre que también damos a Dios?
Javi Morala, capuchino
jueves, 17 de octubre de 2019
EN LA CASA DEL PADRE
Padre, como cuando era un niño y te miraba
lleno de devoción, igualmente te miro
hoy, que ya soy un hombre, y cansado suspiro
por las grietas de un tiempo donde nada pasaba.
En el jardín de pájaros, alguien lanza la taba:
una niña que mira con ojos de zafiro
bajo un cielo impasible, sin percibir el giro
incesante de un mundo que empieza donde acaba.
Hoy he vuelto a tu abrazo por veredas de nieve,
persiguiendo el constante murmullo de la era,
el olor de la hierba, la seca luz de enero.
Ya me alcanza tu mano al final del sendero.
Ya descanso a tus pies, rendido, mientras fuera
se iluminan los campos como hogueras de nieve.
lleno de devoción, igualmente te miro
hoy, que ya soy un hombre, y cansado suspiro
por las grietas de un tiempo donde nada pasaba.
En el jardín de pájaros, alguien lanza la taba:
una niña que mira con ojos de zafiro
bajo un cielo impasible, sin percibir el giro
incesante de un mundo que empieza donde acaba.
Hoy he vuelto a tu abrazo por veredas de nieve,
persiguiendo el constante murmullo de la era,
el olor de la hierba, la seca luz de enero.
Ya me alcanza tu mano al final del sendero.
Ya descanso a tus pies, rendido, mientras fuera
se iluminan los campos como hogueras de nieve.
Alejandro Martín
(De La fiesta de los vivos)
martes, 15 de octubre de 2019
¿POR QUÉ NOS CUESTA TANTO AMAR LA VIDA?
Hay muchas personas que afirman amar apasionadamente la vida y que, en consecuencia, tienen muchas ganas de vivir. Estas personas son jóvenes, o tienen buena salud, o les va bien en los negocios, o se sienten queridas. La vida les sonríe. Desde ahí parece lógico y fácil decir que se ama la vida. Pero el panorama es muy distinto cuando las cosas no funcionan, cuando la enfermedad nos visita y se instala en nuestra cercanía, cuando nos muerde la soledad y no encontramos el sosiego, cuando las limitaciones económicas nos amargan los días, cuando, en fin, nos sentimos excluidos del banquete de la vida. La misma cercanía de la muerte nos deja sin alegría y pone su última gota de acíbar en nuestro caminar.
Es entonces cuando se desata nuestro desamor contra la vida y decimos que es dura y un valle de lágrimas, que no merece la pena desgastarse por ella y que, a la larga, no sirve para nada. La misma espiritualidad cristiana, o una parte de ella, ha generado desde los viejos tiempos bíblicos una manera de pensar en que se decía que, al ser de tan poco valor la existencia humana, había que anhelar “la otra vida” en la que se nos daría el gozo y la fortuna que aquí se nos había negado. Se elaboró entonces la certeza de que “estábamos de paso”, en una morada transitoria, prestada, a la que no convenía dedicarle mucho esfuerzo. Había más bien que reservar las fuerzas y los anhelos para las eternas moradas.
Este desenfoque que ha llegado a tratar con tan poca benignidad y con tan escasa valoración el camino humano quizá brote de la experiencia de transitoriedad de la vida. Siempre se ha creído que lo nuestro era tan efímero que considerarlo como un valor no tenía sentido. Ya el viejo Píndaro (siglo V a.C.) decía en uno de sus versos: “Somos efímeros, ¿qué es uno?, ¿qué no es? Sombra de un sueño, el hombre” (Píndaro, Pítica VIII, 95-96). Seres de un día, así se nos considera. La imaginación poética vio la existencia humana sometida a la singularidad de ese día de la vida, breve recorrido luminoso o nublado de la luz por el cielo. Una luz que surge aún sin saber lo que va a iluminar, y que en un punto del horizonte se extinguirá. Más allá de este sentimiento de transitoriedad, la fe cristiana quiere dar consistencia a la vida haciendo ver que ella, en sí misma, y por obra de la creación del amor de Dios, merece la pena. Que su valor sobrepasa a su limitación y que sus fronteras, tan breves, se ven desbordadas por el calor que Dios mismo ha puesto en ella. Sin esta nueva perspectiva no solamente no se entiende la vida sino que, además, tampoco se entiende el amor del Padre.
Francisco de Asís ha sido uno que, en un mundo de enormes limitaciones personales y sociales, ha descubierto y vivido el gusto por la vida. Ha sabido mantener una mirada de benevolencia y de amor sobre esta pobre vida y la ha llegado a ver valiosa y rica como el mejor don de Dios a nosotros. Por otra parte, el mundo de hoy está necesitado, como siempre y más, de esa profecía del gusto por la vida ya que el peligro de la pérdida de sentido que siempre ha sido compañero de camino de las personas es hoy más acuciante que nunca. Es por eso que la fe en el valor de la vida es parte irrenunciable del credo franciscano.
Con esta mirada benigna y valorativa sobre la realidad se puede entender correctamente que el final al que está destinada como plenitud, no como fuga del presente, sea la realidad misma de Dios. Dice E. Sábato: “Cualquiera que sean las circunstancias de la vida, nadie le podrá quitar esa pertenencia a una historia sagrada: siempre la vida quedará incluida en la mirada de los dioses” (E. Sábato, Antes del fin…, p.43). Así es, porque la vida está en la mirada y en el corazón del Padre y tiene, por encima de sus limitaciones, un valor inapreciable. La adultez cristiana y la franciscana se miden, entre otras cosas, por una correcta valoración de la existencia, el mejor don del amor del Padre a sus criaturas.
Es entonces cuando se desata nuestro desamor contra la vida y decimos que es dura y un valle de lágrimas, que no merece la pena desgastarse por ella y que, a la larga, no sirve para nada. La misma espiritualidad cristiana, o una parte de ella, ha generado desde los viejos tiempos bíblicos una manera de pensar en que se decía que, al ser de tan poco valor la existencia humana, había que anhelar “la otra vida” en la que se nos daría el gozo y la fortuna que aquí se nos había negado. Se elaboró entonces la certeza de que “estábamos de paso”, en una morada transitoria, prestada, a la que no convenía dedicarle mucho esfuerzo. Había más bien que reservar las fuerzas y los anhelos para las eternas moradas.
Este desenfoque que ha llegado a tratar con tan poca benignidad y con tan escasa valoración el camino humano quizá brote de la experiencia de transitoriedad de la vida. Siempre se ha creído que lo nuestro era tan efímero que considerarlo como un valor no tenía sentido. Ya el viejo Píndaro (siglo V a.C.) decía en uno de sus versos: “Somos efímeros, ¿qué es uno?, ¿qué no es? Sombra de un sueño, el hombre” (Píndaro, Pítica VIII, 95-96). Seres de un día, así se nos considera. La imaginación poética vio la existencia humana sometida a la singularidad de ese día de la vida, breve recorrido luminoso o nublado de la luz por el cielo. Una luz que surge aún sin saber lo que va a iluminar, y que en un punto del horizonte se extinguirá. Más allá de este sentimiento de transitoriedad, la fe cristiana quiere dar consistencia a la vida haciendo ver que ella, en sí misma, y por obra de la creación del amor de Dios, merece la pena. Que su valor sobrepasa a su limitación y que sus fronteras, tan breves, se ven desbordadas por el calor que Dios mismo ha puesto en ella. Sin esta nueva perspectiva no solamente no se entiende la vida sino que, además, tampoco se entiende el amor del Padre.
Francisco de Asís ha sido uno que, en un mundo de enormes limitaciones personales y sociales, ha descubierto y vivido el gusto por la vida. Ha sabido mantener una mirada de benevolencia y de amor sobre esta pobre vida y la ha llegado a ver valiosa y rica como el mejor don de Dios a nosotros. Por otra parte, el mundo de hoy está necesitado, como siempre y más, de esa profecía del gusto por la vida ya que el peligro de la pérdida de sentido que siempre ha sido compañero de camino de las personas es hoy más acuciante que nunca. Es por eso que la fe en el valor de la vida es parte irrenunciable del credo franciscano.
Con esta mirada benigna y valorativa sobre la realidad se puede entender correctamente que el final al que está destinada como plenitud, no como fuga del presente, sea la realidad misma de Dios. Dice E. Sábato: “Cualquiera que sean las circunstancias de la vida, nadie le podrá quitar esa pertenencia a una historia sagrada: siempre la vida quedará incluida en la mirada de los dioses” (E. Sábato, Antes del fin…, p.43). Así es, porque la vida está en la mirada y en el corazón del Padre y tiene, por encima de sus limitaciones, un valor inapreciable. La adultez cristiana y la franciscana se miden, entre otras cosas, por una correcta valoración de la existencia, el mejor don del amor del Padre a sus criaturas.
Fidel Aizpurúa, capuchino
jueves, 10 de octubre de 2019
EN LO PEQUEÑO
Es en lo pequeño
donde se gestan las grandes historias.
En la desnudez vulnerable,
en el hambre de evangelio,
en la caricia tímida,
en la palabra discreta,
en la revolución silenciosa.
Así es tu amor.
Un grano de mostaza
que ya anuncia un árbol.
Levadura invisible
que entreteje,
en lo profundo,
una justicia inmortal
que ha de alzarse
al calor del fuego
que es tu anuncio.
Es en lo pequeño, sí,
donde cabe tu verdad.
Magnificat recitado
por una muchacha pobre.
Letras en la arena
que solo el pecador entiende.
Perfume guardado
para la fiesta especial.
Amistad de un leproso
que regresa a dar las gracias.
Campesino que ayuda
a cargar la cruz.
Cabellos que secan
lágrimas de agotamiento y culpa.
Humano temor que pide:
¿Velad conmigo?
Así, en lo pequeño,
explota el Reino.
Y otra vez sin enterarnos.
donde se gestan las grandes historias.
En la desnudez vulnerable,
en el hambre de evangelio,
en la caricia tímida,
en la palabra discreta,
en la revolución silenciosa.
Así es tu amor.
Un grano de mostaza
que ya anuncia un árbol.
Levadura invisible
que entreteje,
en lo profundo,
una justicia inmortal
que ha de alzarse
al calor del fuego
que es tu anuncio.
Es en lo pequeño, sí,
donde cabe tu verdad.
Magnificat recitado
por una muchacha pobre.
Letras en la arena
que solo el pecador entiende.
Perfume guardado
para la fiesta especial.
Amistad de un leproso
que regresa a dar las gracias.
Campesino que ayuda
a cargar la cruz.
Cabellos que secan
lágrimas de agotamiento y culpa.
Humano temor que pide:
¿Velad conmigo?
Así, en lo pequeño,
explota el Reino.
Y otra vez sin enterarnos.
José María R. Olaizola
martes, 8 de octubre de 2019
A DIOS LE GUSTA LO PEQUEÑO
Para entrar en el Reino de los cielos, hace falta un pasaporte: ser pequeño. Ésta es la identidad que nos distingue delante de Dios; la virtud que más nos acerca a Él. Una canción dice: “¿Qué tendrá lo pequeño, que a Dios tanto le agrada?” Cristo nos enseña en este Evangelio que ser pequeño significa volver a ser niño. Implica un cambio, recuperar cada día aquel tesoro que se va desgastando con los años…
Un niño tiene las manos pequeñas. Todo le queda grande, todo le sobrepasa, en todas las sillas sus pies quedan colgando. Pero es feliz aunque no tenga el control de todo. Más aún: su felicidad consiste en que no quiere controlarlo todo. El niño vive para recibir, para descubrir, para sorprenderse. La grandeza de un niño no está en su poder sobre cosas y personas; más bien él es libre de este deseo de gobernar su mundo. Y así como él encuentra su seguridad en papá y mamá, cada uno de nosotros cuenta con un Padre maravilloso, quien de verdad lo gobierna todo para nuestro bien. Cuando sentimos que nuestras manos son pequeñas, que no podemos agarrarlo todo y dirigir las circunstancias…ésta es la oportunidad para ser niños de nuevo, poniendo nuestra confianza en Dios.
Un niño está apenas entrando al mundo. Le falta experiencia. Cada día aprende algo nuevo. Y si cae al dar los primeros pasos, pronto su mamá lo levanta para que siga aprendiendo a caminar. Esto también es ser pequeño. No somos perfectos ni lo sabemos todo. ¡Cuántas veces cometemos errores, nos caemos, o nos perdemos! Pero esta realidad no es un motivo para desanimarnos. Todo lo contrario: saber que nos hemos perdido nos abre las puertas para descubrir que Dios nos busca. Cuando admitimos la caída con sencillez de niño, podemos alegrarnos con mayor gratitud hacia Dios que nos levanta. Al reconocer los propios límites nos damos cuenta que tenemos un Padre de Amor y misericordia sin límites.
Un niño tiene las manos pequeñas. Todo le queda grande, todo le sobrepasa, en todas las sillas sus pies quedan colgando. Pero es feliz aunque no tenga el control de todo. Más aún: su felicidad consiste en que no quiere controlarlo todo. El niño vive para recibir, para descubrir, para sorprenderse. La grandeza de un niño no está en su poder sobre cosas y personas; más bien él es libre de este deseo de gobernar su mundo. Y así como él encuentra su seguridad en papá y mamá, cada uno de nosotros cuenta con un Padre maravilloso, quien de verdad lo gobierna todo para nuestro bien. Cuando sentimos que nuestras manos son pequeñas, que no podemos agarrarlo todo y dirigir las circunstancias…ésta es la oportunidad para ser niños de nuevo, poniendo nuestra confianza en Dios.
Un niño está apenas entrando al mundo. Le falta experiencia. Cada día aprende algo nuevo. Y si cae al dar los primeros pasos, pronto su mamá lo levanta para que siga aprendiendo a caminar. Esto también es ser pequeño. No somos perfectos ni lo sabemos todo. ¡Cuántas veces cometemos errores, nos caemos, o nos perdemos! Pero esta realidad no es un motivo para desanimarnos. Todo lo contrario: saber que nos hemos perdido nos abre las puertas para descubrir que Dios nos busca. Cuando admitimos la caída con sencillez de niño, podemos alegrarnos con mayor gratitud hacia Dios que nos levanta. Al reconocer los propios límites nos damos cuenta que tenemos un Padre de Amor y misericordia sin límites.
Javier Castellanos LC
domingo, 6 de octubre de 2019
DALE LA VUELTA
viernes, 4 de octubre de 2019
FELIZ DÍA DE SAN FRANCISCO
Francesco un rebelde, pero un rebelde de interioridad. Tenía el coraje de la dulzura en oposición al supuesto coraje de la agresión. Quería que nos quedáramos en la Iglesia, con gran respeto por el Papa, los sacerdotes, fueran cuales fueran sus defectos, porque son los únicos autorizados, dijo, para consagrar el pan y el vino. Esto puede inspirar hoy a todos aquellos que se preguntan si deberían abandonar la Iglesia en el contexto de la crisis que está atravesando. En la época de Francisco, los problemas que afectaban a la Iglesia eran mucho peores que los de hoy, su opción era creer en la Iglesia y continuar estando dentro de ella.
Michel Sauquet
miércoles, 2 de octubre de 2019
CREO EN LA IGLESIA
El 25 de marzo de este año, en Loreto, junto a la Santa Casa, lugar que atendemos los Capuchinos, el papa Francisco firmó uno de esos grandes documentos dirigido a los jóvenes y a todo el pueblo de Dios.Lleva por nombre Christus vivit, (Vive Cristo) y es una exhortación apostólica escrita a raíz del sínodo sobre la juventud del año pasado.
Como el mismo papa afirma, “es una carta que recuerda algunas convicciones de nuestra fe y que al mismo tiempo alienta a crecer en la santidad y en el compromiso con la propia vocación”. El papa insistentemente nos anima a vivir nuestra vida cristiana poniendo nuestra mirada en la persona de Jesús. Nos invita a profundizar en él, a redescubrirlo. De hecho, en este documento al que hago referencia Francisco es consciente de que “para muchos jóvenes, Dios, la religión y la Iglesia son palabras vacías, en cambio son sensibles a la figura de Jesús, cuando viene presentada de modo atractivo y eficaz”.
Recuerdo a otro Francisco, el de Asís, que unos siglos antes, tras unos años de búsqueda y de replanteamiento de su vida, se encontró con Jesucristo y su mensaje del Evangelio. Le impactó tanto que quiso hacer de él su forma de vida. La Iglesia de aquel tiempo tampoco era ideal, pero él tuvo claro que quería vivir su fe dentro de ella, no al margen. En ella siempre es posible encontrar a Cristo. Nos unimos también a este deseo del papa: “pidamos al Señor que libere a la Iglesia de los que quieren avejentarla, esclerotizarla en el pasado, detenerla, volverla inmóvil”.
El gran sueño del de Asís fue la fraternidad. El Francisco actual, el papa, nos anima a que todos nos sintamos hermanos y cercanos. Aunque los miembros de la Iglesia no tenemos que ser “bichos raros”, “tenemos que atrevernos a ser distintos, a mostrar otros sueños que este mundo no ofrece , a testimoniar la belleza de la generosidad, del servicio, de la pureza, de la fortaleza, del perdón, de la fidelidad a la propia vocación, de la oración, de la lucha por la justicia y el bien común, del amor a los pobres, de la amistad social”.
La Iglesia de Cristo, muchas veces es reflejo de lo que sucede en la sociedad. Muestra ese lado oscuro cuando no escucha la llamada del Señor y pone su mirada en falsas seguridades. A pesar de todo, también en este tiempo y en esta sociedad y en esta iglesia, como san Francisco de Asís, decimos: “Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias en el mundo entero. Y te bendecimos pues, por tu santa Cruz redimiste al mundo”.
Como el mismo papa afirma, “es una carta que recuerda algunas convicciones de nuestra fe y que al mismo tiempo alienta a crecer en la santidad y en el compromiso con la propia vocación”. El papa insistentemente nos anima a vivir nuestra vida cristiana poniendo nuestra mirada en la persona de Jesús. Nos invita a profundizar en él, a redescubrirlo. De hecho, en este documento al que hago referencia Francisco es consciente de que “para muchos jóvenes, Dios, la religión y la Iglesia son palabras vacías, en cambio son sensibles a la figura de Jesús, cuando viene presentada de modo atractivo y eficaz”.
Recuerdo a otro Francisco, el de Asís, que unos siglos antes, tras unos años de búsqueda y de replanteamiento de su vida, se encontró con Jesucristo y su mensaje del Evangelio. Le impactó tanto que quiso hacer de él su forma de vida. La Iglesia de aquel tiempo tampoco era ideal, pero él tuvo claro que quería vivir su fe dentro de ella, no al margen. En ella siempre es posible encontrar a Cristo. Nos unimos también a este deseo del papa: “pidamos al Señor que libere a la Iglesia de los que quieren avejentarla, esclerotizarla en el pasado, detenerla, volverla inmóvil”.
El gran sueño del de Asís fue la fraternidad. El Francisco actual, el papa, nos anima a que todos nos sintamos hermanos y cercanos. Aunque los miembros de la Iglesia no tenemos que ser “bichos raros”, “tenemos que atrevernos a ser distintos, a mostrar otros sueños que este mundo no ofrece , a testimoniar la belleza de la generosidad, del servicio, de la pureza, de la fortaleza, del perdón, de la fidelidad a la propia vocación, de la oración, de la lucha por la justicia y el bien común, del amor a los pobres, de la amistad social”.
La Iglesia de Cristo, muchas veces es reflejo de lo que sucede en la sociedad. Muestra ese lado oscuro cuando no escucha la llamada del Señor y pone su mirada en falsas seguridades. A pesar de todo, también en este tiempo y en esta sociedad y en esta iglesia, como san Francisco de Asís, decimos: “Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias en el mundo entero. Y te bendecimos pues, por tu santa Cruz redimiste al mundo”.
Benjamín Echeverría, capuchino
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