A menudo nos sucede que tomamos un tiempo para la oración, nos presentarnos ante Dios con nuestros gozos y sufrimientos, ponemos en su presencia los acontecimientos de nuestra vida y del mundo, etc. Pero quizá haya cosas, tanto externas como internas de nuestra persona, que no podemos ponerlas ante El. Puede haber muchas razones para ello. A veces disociamos las cosas de Dios y las que corresponden a mi responsabilidad; en otros casos vivimos cosas que creemos que Dios no los puede aceptar; también hay terrenos que son tan míos que evito que Dios entre en ellos; quizá también haya tenido alguna experiencia que me hace temer la lejanía de Dios… En definitiva, no puedo vivir todo con Dios. Sin embargo, la experiencia de los testigos de Dios, a través de la Biblia por ejemplo, nos dice que nada es ajeno a Dios; nada.
No es cuestión de cambiar la manera de pensar sobre Dios, sino la manera de relacionarme con Él. No es pasar de concebir a Dios como alguien ante quien tengo que mostrar todo, sino de relacionarme con Él de modo que pueda vivir todo con Él; incluso aquello que, por lo que sea, pueda que tenga dificultades para vivirlo con Él. Este cambio en la relación con Dios, hace que sea mi persona toda quien vaya cambiando.
No es cuestión de mera voluntad, sino de ponerme en su presencia y dejar que él actúe. Ciertamente, tendré que poner de mi parte. Por ejemplo, captando primeramente aquellas realidades en mí que no puedo entregarle, aquello que se resiste a ser iluminado por su presencia. Ser capaz de tomar estas realidades mías en mis manos es un gran paso. Quizá luego tenga simplemente que estar ante él; y, poco a poco, ponerlo en su presencia, como tímidamente.
Y, al tiempo, constatar que, ciertamente, todo se vive con Dios, absolutamente todo.
Yo sé de heridas, como vosotros. Por eso os digo que habría que comprender y acompañar las heridas de la persona. Dejadme que os hable de mis heridas. Mi herida profundísima del principio fue la guerra con Perusa. Aún recuerdo el ruido sordo de la espada entrando en el vientre del adversario. Perdí esa guerra y, tras un año de prisión, volví a Asís. Nunca fui el mismo. Aquella herida no se cerró nunca del todo.
Y en los días iniciales fue una herida de hondo dolor el conflicto con mi padre. Nos amábamos, nos amamos siempre. Pero el evangelio me llevó a decirle: “Tengo otro Padre”. ¡Una puñalada en el corazón!
Y también fue una herida abierta la situación de la Iglesia. Para mí era algo querido, vivo, fraterno. Por eso, su desvarío y su ruina me pesaban, aunque no hubiera en mi actitud ni un atisbo de juicio.
Mi sabiduría de pobre fue despreciada por los fieros guerreros de las cruzadas, aunque las muertes se contaran a millares. Fui, pacífico, al escenario de la violencia. Muchos piensan que aquello no sirvió para nada. ¿No sirvió para nada cuando el Papa Francisco y el gran imán Ahamad Al-Tayyeb firmaron su documento sobre “Fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común”?
La herida del sentido que se aloja en los pliegues del alma también me tocó. Hubo momentos en quería echar la vista atrás y quitar la mano del arado. Entonces Clara, la valiente, fue mi gran apoyo, ella que no dudó ni un instante del camino que yo mismo habías marcado. Acogió mis heridas sin hacer demasiadas preguntas.
Y luego estuvo la peor de todas mis heridas: la herida de la fraternidad que tanto me hizo sufrir, sobre todo al final. Creía que todo se venía abajo, que el evangelio había sido una ilusión vacía. ¡Cómo me agarré a la cruz! Volví otro de aquel durísimo retiro del Alvernia. El sosiego había llegado a mi corazón y aunque la fuente de mis heridas seguía manando, la paz las envolvía con su abrazo.
¿Entendéis ahora por qué me parece que las heridas nos curan? Nos alejan de la violencia, nos descubren el amanecer del evangelio, dulcifican nuestra mirada a la Iglesia, nos orientan cuando el sin sentido roe el alma y, sobre todo, nos siguen mostrando que la fraternidad es nuestro tesoro.
El imaginario de Cristo Rey, sentado en el trono, nos pone delante el relato que ha sido considerado como un “juicio final”. Pero hay que decir, de entrada, que Dios no juzga, sino que ama. Por eso, es mejor abandonar esa perspectiva.
Este relato de Mateo 25 viene a decir que la propuesta de Jesús, su anhelo más profundo, su sueño acariciado, se da cuando el hambriento come, cuando el sediento bebe, cuando el extranjero es acogido, cuando el desnudo recibe ropa, cuando el preso tiene visita. Mientras no se llegue ahí, el evangelio sigue siendo algo previo, algo por hacer. Por el contrario, si eso se da, amanece el reino.
El antiguo catecismo decía que estas eran las obras de misericordia. Quizá hoy haya que hacer esas obras de manera organizada, no a la buena de Dios. Pero ahí sigue estando el núcleo del evangelio. Si eso no se da, el evangelio corre el peligro de ser una mera afición espiritual.
Tal vez haya que añadir a las antiguas obras de misericordia una nueva: estaba en guerra y sembrasteis paz. Porque ante las guerras que nos afligen, sobre todo la de Gaza, hay que hacer siembra de paz, de empatía, de concordia. Y hay que hacerla aquí, en tu cocina, con tus amigos, con tu familia, en nuestra ciudad: ser instancia de paz, de compasión, de buena relación. La guerra está en tu corazón: siembra ahí la paz.
En una carta a la directora del diario LA RIOJA, el grupo de Justicia y Paz de la parroquia de Valvanera decía: “La primera víctima de un conflicto bélico es nuestra compasión”. Porque escasea la compasión y abundan las actitudes violentas. Y esas actitudes las tenemos en nuestra casa, en nuestras calles, en nuestro corazón. Pongamos coto a nuestra violencia. De lo contrario, ¿para qué nos sirve el evangelio?
“Que la guerra no me sea indiferente” dice aquella canción que conocemos todos. Que ninguna miseria nos sea indiferente. Que sepamos que en ello nos jugamos la verdad de nuestra fe. Si escuchamos el evangelio de hoy sin ninguna conmoción, quizá haya que ablandar el interior duro del corazón para que el evangelio pueda producir fruto. Sí, que el evangelio no se frustre en nuestra vida.
La parábola llamada “de los talentos” se ha leído siempre en la misma dirección: Dios te ha dado unos talentos, unas cualidades, tienes que hacerlas producir. El ideal a imitar es quien produce más y se rechaza a aquel que entierra sus talentos. Esta perspectiva, que parece obvia, no responde a una cuestión básica: ¿Para quién se produce? ¿Para beneficio de quién? Porque en la parábola, no lo olvidemos, se produce para uno que “siega donde no siembra y recoge donde no esparce”. O sea: un explotador.
Pero ahora viene un santo padre de la Iglesia antigua, un autor muy importante llamado Eusebio de Cesarea y nos da otra perspectiva. Dice que en la antigua obra llamada Evangelio de los nazarenos se decía que a quien había que imitar es a quien enterró el talento. ¿Por qué?
Porque quien lo recibió, cuando se marchó el amo explotador, prendió en él una luz, una idea. Se dijo: ¿para quién trabajo yo? Para un explotador. Se acabó, se le devuelve lo suyo sin siquiera los intereses. Se rompe con el sistema explotador.
Puede ser una perspectiva interesante: hay que desarrollar los dones que Dios nos ha dado. Pero no haciendo el juego al sistema, de manera distinta, evangélica. ¿Cómo podremos hoy romper con el sistema?
Con el consumo razonable: porque para muchos consumir es su religión (decimos que los supermercados son los nuevos templos). Necesitamos consumir. Pero es preciso hacerlo críticamente, en modos alternativos, razonables, solidarios.
Apoyando la vida en valores que no sean el dinero: valores como la amistad, la buena relación, el disfrute común y sencillo. Acumulando experiencias amables de vida más que números en la libreta del banco.
Reconciliando, no dividiendo: haciendo todo lo posible por generar buenas relaciones, deponiendo actitudes ofensivas, valorando los esfuerzos de quien construye la paz.
Dice el Papa Francisco «mientras nuestro sistema económico y social produzca una sola víctima y haya una sola persona descartada, no habrá una fiesta de fraternidad universal». Esa ha de ser la meta de nuestros esfuerzos. Así nos alejaremos de los sistemas explotadores que buscan únicamente su ganancia exclusiva.
Las revistas publican la lista de las personas más ricas del país y quizá las admiramos. Hay que preguntarse cómo están amasadas esas fortunas. Y solamente puedes hacer esa clase de preguntas, si tú mismo te ves libre del ansia de tener, si te alejas cada vez más de quien quiere tener y no ser.
Romper con el sistema es un lograr un modo de vida sencillo y un corazón lleno de valores humanizadores. Sencillez y humanidad, esos son los valores de quien entierra el talento para hacerlo producir de otro modo.
Quizá sea una de las tensiones más habituales en nuestros colegios, comunidades y parroquias.
Caricaturizando los extremos opuestos, o eres una persona «de pastoral»: que disfruta de los retiros, las misas, la oración personal... atrapada en bonitos y devotos momentos consigo misma; o eres «de acción social»: comprometida con el voluntariado, concienciada con el problema ecológico o la desigualdad de género, siempre a la vanguardia y abanderada defensora de los derechos sociales.
Ambas afirmaciones implican una concepción parcial y estrecha. Toda espiritualidad cristiana auténtica relaciona de manera íntima ambas visiones. Por un lado, porque la fe cristiana tiene como elemento primordial el compromiso social; en segundo lugar, porque el compromiso social, vivido desde una actitud y unos valores evangélicos, conlleva una experiencia espiritual plena.
En mi opinión, la experiencia personal con los pobres no supone de manera automática un encuentro con Dios. Muchas veces, se nos queda en un activismo puntual, una conciencia más tranquila o un reconocimiento social en forma de likes por fotos entrañables subidas en redes sociales. Incluso, en ocasiones, puede dar lugar a una experiencia negativa por tocar los límites más duros de nuestra existencia, no encontrar explicaciones ni esperanza para tanta injusticia y sufrimiento o no ser capaz de trascenderlo.
De la misma manera, muchas celebraciones religiosas y actividades pastorales tampoco lo comportan. Cuántas celebraciones religiosas se convierten en un simple acto social, caminos de Santiago en un reto deportivo o ratos de oración personal en un momento zen de introspección y meditación…
Para que el compromiso social sea experiencia espiritual ha de ser vivido desde una mirada contemplativa que permita ver a Dios trabajando y habitando en la humanidad. Es un espacio privilegiado de encuentro con Él cuando somos capaces de reconocer en la otra y el otro a mi hermana y hermano; cuando soy capaz de sentir el sufrimiento como propio y ofrecerlo al Padre; cuando soy capaz de atender las mociones que brotan en mi corazón más allá de meras razones o sentimientos pasajeros; o cuando comprendo más a Jesús, que eligió hacerse uno entre nosotros y, especialmente, entre las y los más vulnerables.
Por otro lado, ningún crecimiento espiritual podrá ser completo si no ayuda a la persona a salir de sí misma. Una espiritualidad que no nos lleva al servicio de los demás, no es la de Jesús. Una antífona muy conocida dice: «la amistad con los pobres nos hace amigos de Dios». Esa amistad es el lugar privilegiado para tener un «mayor conocimiento interno de Jesús» que tanto pedimos. Realmente no se entiende una pastoral verdaderamente cristiana si no mueve a la persona a la conversión personal y el compromiso social.
Como tantas veces, la solución está contemplando la vida de Jesús, que ayudaba, rezaba, denunciaba injusticias y hablaba sin complejos del Padre. Ojalá podamos ser dignos seguidores suyos abriendo caminos internos y externos de salvación.
La parábola de las diez doncellas que acabamos de leer es una de las llamadas “parábolas de la vigilancia” porque su tema es la vigilancia para esperar la venida plena de Jesús. Todos los comentarios que conocemos la explican así: hay que estar en vela esperando la manifestación plena de Jesús.
Pero a nada que la leamos con un poco de reflexión, rápidamente nos surge una pregunta: ¿No habría estado bien que las doncellas que tenían aceite lo hubieran compartido con las que no tenían? ¿No es más importante la solidaridad que la vigilancia de una supuesta venida? ¿No insiste el evangelio, por activa y por pasiva, en el socorro al necesitado, en el amparo al frágil? Es posible que a la mentalidad antigua la solidaridad no le sea evocadora más allá de un socorro limosnero al pobre. ¿Pero no habría sido más elocuente aunarse en la espera compartiendo con todas las consecuencias lo que se tiene?
Hoy nosotros lo tenemos claro: la propuesta de Jesús encierra el componente de la solidaridad, de tal manera que para ser seguidor suyo es imprescindible ser solidario. El valor humano de la solidaridad es, a la vez, un valor básico de la fe. Esto parece cosa probada. Necesitamos un tratamiento continuo de este valor que contrapese el egoísmo que nos compone.
Nunca sabremos del todo si esta parábola de las diez doncellas salió de la boca de Jesús o no. Pero, por más que se valore el estar en vela, esta narración chirría con el evangelio. Queremos creer que podría haber sido dicha desde la solidaridad, porque no otra cosa es el amor al hermano del que habla reiteradamente el mensaje de Jesús.
De cualquier manera, si queremos medir el vigor de nuestra fe, la verdad de nuestro ser cristiano, miremos a nuestro nivel de solidaridad: ¿es alto? Vamos bien. ¿No lo es? Hay que revisar nuestra pretendida fe.
Jesús, desnudo, pobre y crucificado, vive en la ermita semiderruida de San Damián, en medio de los leprosos, y despierta en quien lo contempla cercanía y solidaridad. No es el juez que condena, sino el hermano que comparte nuestras dificultades. Nace pobre, vive más pobre y muere pobrísimo y desnudo sobre la cruz. No se reserva su condición de Hijo para sí mismo, al contrario, se hace nuestro hermano, mostrándonos que la fraternidad es el mejor camino para descubrir a Dios.
Francisco quiere seguir más de cerca a Jesús, recorriendo, paso a paso, desde Greccio (experiencia de Belén) al monte Albernia (experiencia del Calvario), todas las etapas de su vida. El seguimiento del Maestro ocupa siempre el centro: ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros!
Es el amor, más que el pecado, el centro del misterio de la encarnación. El Altísimo y Omnipotente se nos presenta misteriosamente como el Bajísimo, despojado de todo poder. Dios es donación total, entrega absoluta. No se reserva nada de sí para sí mismo. La cruz, Árbol de la Vida, nos recuerda el compromiso de Jesús con la justicia y con los excluidos. De tal manera se identifica con ellos que acaba como ellos: colgado de un madero, como un maldito fuera de la ciudad. Su vida y su muerte dejan claro que Dios no forma parte de un sistema que excluye. Es lo que nos enseña la Resurrección: la palabra definitiva de amor que Dios pronuncia sobre la vida de Jesús. Así lo entiende Francisco.
Fuente de Siloé es un espacio de búsqueda personal que quiere construirse con la pausa, el silencio, la Palabra, el compartir fraterno, la interiorización, la reflexión, el sosiego… dirigido a animadores de nuestra pastoral juvenil y a personas cercanas a nosotros que necesiten un espacio de silencio y oración para pararse y retomar fuerzas o para clarificar, desde la Palabra, situaciones personales, vitales, vocacionales, etc. Este año lo tendremos en la Casa de Retiro Divina Pastora de Madrid del 1 al 3 de diciembre.
Cada uno de los meses tiene sus propias características. Días largos o cortos de luz, calor o frío, tiempo seco o lluvioso que afecta a nuestro estado de ánimo y nos ayuda a ser conscientes del paso de los días a lo largo del año. Noviembre es un mes corto de luz, que nos adentra en el invierno meteorológico, recordando también el invierno del ser humano; “esos días aciagos en los que dices: no les saco gusto” de los que habla el autor bíblico Qohelet o Eclesiastés (Qo, 12 1 ss)
Es el mes de los difuntos. En noviembre tenemos más presentes a las personas que han formado parte de nuestra vida. Cada cultura a lo largo de la historia celebra u oculta la muerte según su propia sensibilidad. La fe cristiana nos ayuda a afrontarla, la nuestra y la de los nuestros. Pero también es verdad que, aunque pensemos que la muerte “es ley de vida” y que a todos nos llegará, nunca estamos preparados del todo para aceptar nuestra muerte ni la de una persona a quien queremos, ya se produzca de una manera repentina, natural o por enfermedad.
Afrontar la pérdida de un ser querido es una de esas experiencias duras por las que pasamos. De alguna manera se nos pide que, como adultos, aceptemos la muerte como parte de la vida. Por mucho que dijera Machado, parafraseando a Epicuro, que “la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos”, el miedo a la muerte es universal y natural y se puede dar en diversas situaciones de la vida. Por eso es importante saber afrontarlo y tener los recursos para hacerlo.
Todos vivimos a nuestra manera nuestro tiempo de duelo que nos ayuda a sanar la herida que provoca la muerte. Nadie puede hacer ese recorrido por nosotros y cada uno tiene sus plazos y su propio ritmo de superación. La finalidad no es olvidarse de quien se ha ido, de quien ha muerto, sino recordarle sin sufrir y seguir afrontado la vida con paz y serenidad en su ausencia o sintiéndolo presente de otra manera.
No puedo terminar esta página sin recordar que San Francisco fue capaz de nombrar y llamar a la muerte como “hermana”: la hermana muerte. Desde su experiencia nos trasmite que cuando somos capaces de encontrar el sentido a nuestra muerte, encontramos también un sentido a nuestra vida y eso nos permite vivir el tiempo que nos queda con paz y armonía. Ser conscientes de nuestra propia muerte puede darnos fuerza para pensar en todos los buenos momentos que hemos pasado, aprender a disfrutar de esos recuerdos y vivir el presente de manera intensa, disfrutando de lo que verdaderamente nos guste y dejando a un lado las preocupaciones que no tienen tanta importancia. Como creyentes, también interpretamos la muerte a la luz de Cristo y la vivimos como paso pascual de la primera a la segunda vida.
Volver a las bienaventuranzas es entrar a una casa conocida, a un lugar apreciado. Aunque demos mil explicaciones, siempre nos cabe una más en el corazón porque, aunque las hayamos escuchado miles de veces, siempre tienen un sabor de novedad y un eco de vida en el corazón del creyente. Volver a las bienaventuranzas es tocar el corazón de Jesús y desear vivir su proyecto. Por eso, por mucho que se lean, se interpreten, se malinterpreten, siempre nos atraen. Tienen un fuerte imán, siguen cautivándonos.
Las opiniones son múltiples y por ello hay quien dice que los valores de las bienaventuranzas son valores negados por la sociedad, que ya no hay quien, con sensatez, pueda proponer un plan de vida con tales valores. Pero no es así: a nada que se escarbe en el hecho social y personal, los valores de las bienaventuranzas están ahí: el interés por las pobrezas, la mansedumbre, el corazón pacificado, la sed inapagable de justicia, la pregunta por las heridas, el milagro de la amabilidad, etc., puede que reciban una negación de inmediatez, pero como decimos, escarba un poco y los tendrás ahí.
Nosotros queremos entender las bienaventuranzas como una suerte. “Tienen suerte…”, así comienza la versión que hoy os ofrecemos. No es una obligación ni una imposición, sino una suerte. Por eso mismo, ser seguidor no es una opción religiosa, sino una suerte en la vida, una posibilidad que se te ofrece, un camino que se abre delante de ti. La suerte de empezar a vivir algo distinto, algo nuevo y hermoso, algo que seduce. Escuchemos hoy otra versión de las bienaventuranzas:
“Tienen suerte quienes se van acercando a las pobrezas, porque esos llegarán a intuir cómo funciona el Dios de Jesús”
“Tienen suerte quienes mitigan sufrimientos porque a ellos también los consolarán”
“Tienen suerte los menores porque llegarán a una tierra de igualdad”
“Tienen suerte los sedientos de justicia porque su sed va siendo apagada”
“Tienen suerte los que ayudan porque su debilidad será su fortaleza”
“Tiene suerte los que sacan el mal de su corazón porque su manera de ver la vida cambiará”
“Tienen suerte los artesanos de la paz, porque Dios los mira como a hijas e hijos”
“Tienen suerte quienes viven con fidelidad, porque gozarán del amparo del Dios fiel”
Que en los momentos de zozobra, en estos momentos nuestros de desquicie y de violencia, sean las bienaventuranzas, una ayuda para la paz. Para nuestra paz.