Es el mes de los difuntos. En noviembre tenemos más presentes a las personas que han formado parte de nuestra vida. Cada cultura a lo largo de la historia celebra u oculta la muerte según su propia sensibilidad. La fe cristiana nos ayuda a afrontarla, la nuestra y la de los nuestros. Pero también es verdad que, aunque pensemos que la muerte “es ley de vida” y que a todos nos llegará, nunca estamos preparados del todo para aceptar nuestra muerte ni la de una persona a quien queremos, ya se produzca de una manera repentina, natural o por enfermedad.
Afrontar la pérdida de un ser querido es una de esas experiencias duras por las que pasamos. De alguna manera se nos pide que, como adultos, aceptemos la muerte como parte de la vida. Por mucho que dijera Machado, parafraseando a Epicuro, que “la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos”, el miedo a la muerte es universal y natural y se puede dar en diversas situaciones de la vida. Por eso es importante saber afrontarlo y tener los recursos para hacerlo.
Todos vivimos a nuestra manera nuestro tiempo de duelo que nos ayuda a sanar la herida que provoca la muerte. Nadie puede hacer ese recorrido por nosotros y cada uno tiene sus plazos y su propio ritmo de superación. La finalidad no es olvidarse de quien se ha ido, de quien ha muerto, sino recordarle sin sufrir y seguir afrontado la vida con paz y serenidad en su ausencia o sintiéndolo presente de otra manera.
No puedo terminar esta página sin recordar que San Francisco fue capaz de nombrar y llamar a la muerte como “hermana”: la hermana muerte. Desde su experiencia nos trasmite que cuando somos capaces de encontrar el sentido a nuestra muerte, encontramos también un sentido a nuestra vida y eso nos permite vivir el tiempo que nos queda con paz y armonía. Ser conscientes de nuestra propia muerte puede darnos fuerza para pensar en todos los buenos momentos que hemos pasado, aprender a disfrutar de esos recuerdos y vivir el presente de manera intensa, disfrutando de lo que verdaderamente nos guste y dejando a un lado las preocupaciones que no tienen tanta importancia. Como creyentes, también interpretamos la muerte a la luz de Cristo y la vivimos como paso pascual de la primera a la segunda vida.
Benjamín Echeverría, capuchino
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