martes, 15 de octubre de 2019

¿POR QUÉ NOS CUESTA TANTO AMAR LA VIDA?

Hay muchas personas que afirman amar apasionadamente la vida y que, en consecuencia, tienen muchas ganas de vivir. Estas personas son jóvenes, o tienen buena salud, o les va bien en los negocios, o se sienten queridas. La vida les sonríe. Desde ahí parece lógico y fácil decir que se ama la vida. Pero el panorama es muy distinto cuando las cosas no funcionan, cuando la enfermedad nos visita y se instala en nuestra cercanía, cuando nos muerde la soledad y no encontramos el sosiego, cuando las limitaciones económicas nos amargan los días, cuando, en fin, nos sentimos excluidos del banquete de la vida. La misma cercanía de la muerte nos deja sin alegría y pone su última gota de acíbar en nuestro caminar.

Es entonces cuando se desata nuestro desamor contra la vida y decimos que es dura y un valle de lágrimas, que no merece la pena desgastarse por ella y que, a la larga, no sirve para nada. La misma espiritualidad cristiana, o una parte de ella, ha generado desde los viejos tiempos bíblicos una manera de pensar en que se decía que, al ser de tan poco valor la existencia humana, había que anhelar “la otra vida” en la que se nos daría el gozo y la fortuna que aquí se nos había negado. Se elaboró entonces la certeza de que “estábamos de paso”, en una morada transitoria, prestada, a la que no convenía dedicarle mucho esfuerzo. Había más bien que reservar las fuerzas y los anhelos para las eternas moradas.

Este desenfoque que ha llegado a tratar con tan poca benignidad y con tan escasa valoración el camino humano quizá brote de la experiencia de transitoriedad de la vida. Siempre se ha creído que lo nuestro era tan efímero que considerarlo como un valor no tenía sentido. Ya el viejo Píndaro (siglo V a.C.) decía en uno de sus versos: “Somos efímeros, ¿qué es uno?, ¿qué no es? Sombra de un sueño, el hombre” (Píndaro, Pítica VIII, 95-96). Seres de un día, así se nos considera. La imaginación poética vio la existencia humana sometida a la singularidad de ese día de la vida, breve recorrido luminoso o nublado de la luz por el cielo. Una luz que surge aún sin saber lo que va a iluminar, y que en un punto del horizonte se extinguirá. Más allá de este sentimiento de transitoriedad, la fe cristiana quiere dar consistencia a la vida haciendo ver que ella, en sí misma, y por obra de la creación del amor de Dios, merece la pena. Que su valor sobrepasa a su limitación y que sus fronteras, tan breves, se ven desbordadas por el calor que Dios mismo ha puesto en ella. Sin esta nueva perspectiva no solamente no se entiende la vida sino que, además, tampoco se entiende el amor del Padre.

Francisco de Asís ha sido uno que, en un mundo de enormes limitaciones personales y sociales, ha descubierto y vivido el gusto por la vida. Ha sabido mantener una mirada de benevolencia y de amor sobre esta pobre vida y la ha llegado a ver valiosa y rica como el mejor don de Dios a nosotros. Por otra parte, el mundo de hoy está necesitado, como siempre y más, de esa profecía del gusto por la vida ya que el peligro de la pérdida de sentido que siempre ha sido compañero de camino de las personas es hoy más acuciante que nunca. Es por eso que la fe en el valor de la vida es parte irrenunciable del credo franciscano.

Con esta mirada benigna y valorativa sobre la realidad se puede entender correctamente que el final al que está destinada como plenitud, no como fuga del presente, sea la realidad misma de Dios. Dice E. Sábato: “Cualquiera que sean las circunstancias de la vida, nadie le podrá quitar esa pertenencia a una historia sagrada: siempre la vida quedará incluida en la mirada de los dioses” (E. Sábato, Antes del fin…, p.43). Así es, porque la vida está en la mirada y en el corazón del Padre y tiene, por encima de sus limitaciones, un valor inapreciable. La adultez cristiana y la franciscana se miden, entre otras cosas, por una correcta valoración de la existencia, el mejor don del amor del Padre a sus criaturas.
Fidel Aizpurúa, capuchino

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