El Papa Francisco ha levantado su voz en su encíclica sobre la ecología animando a una conversión ecológica. Jamás en la historia de la conversión se le dio ese adjetivo de “ecológica”. La conversión siempre era espiritual o ascética, raras veces moral. Pero ¿ecológica? Nunca se nos hubiera ocurrido.
La verdad es que las conversiones al uso han perdido mucho fuelle; casi no tienen incidencia alguna sobre la vida de los cristianos. Como quien oye llover. Por eso, quizá haya aquí una posibilidad no solamente de iniciarse en una ecología “cristiana” sino, de rebote, darle este año a la conversión cuaresmal un perfil identificable y, por lo tanto, practicable.
De entrada hay que decir que, como lo veremos, esta conversión es más que unas prácticas tópicas de comportamiento ecológico superficial. Como toda conversión, demanda un adentramiento, una profundización, un situarse en las raíces porque la verdadera conversión o es “radical” (en las raíces) o se queda a medio camino.
Es posible que un planteamiento así nos suene poco a los cristianos porque la espiritualidad ecológica ha llegado tarde a nuestro mundo religioso. Pero después del aldabonazo del Papa cuestionar si esto hace parte o no de nuestra espiritualidad es una discusión bizantina: hace parte y ya es tarde. Por eso, hay que abrir la mente y el corazón a esta espiritualidad que nos empuja con fuerza.
La Cuaresma prepara la resurrección de Jesús. Esta resurrección camina a la par de una resurrección de la tierra. Del mismo modo que se celebra la vida plena del Resucitado, se quiere celebrar también la tierra resucitada “sin luto, sin llanto, sin muerte” (Ap 21,4). Celebrar la resurrección de Jesús sin celebrar la resurrección de la tierra no tiene sentido.
FIDEL AIZPURÚA
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