miércoles, 13 de abril de 2016

OÍR LO QUE NO SE OYE, VER LO QUE NO SE VE

El peor enemigo de la persona es la superficialidad. Ser superficial es fácil. Basta con dejarse llevar. “Dónde va Vicente, donde va la gente”. La superficialidad es pensar como todo el mundo, decir lo de todo el mundo, obrar como todo el mundo. Dejarse llevar. Esto nos hace muy frágiles, muy vulnerables, muy manipulables.
   Lo contrario es la profundidad. Ser profundo no es ser raro, de pensamiento oscuro, de vida extraña. No es ser un “filósofo” al que no hay quien le entienda. No es decir cosas incomprensibles, ni andar desarrapado por el mundo. Es mirar, fijar bien, apuntar al corazón, creer que debajo de la piel hay algo, tratar de llenarse de algo, ahondar en los porqué de las cosas.
   Si recuperamos la profundidad, sabremos mucho de nosotros y sabremos del mismo Dios. Quien anda en la superficie ni sabe de él, más que unas pocas cosas, ni sabe mucho de Dios. ¿Cómo recuperar la profundidad?
   Trata de oír lo que no se oye. Para ello, no hay que temer al silencio. El silencio es la caja de resonancia para oír eso que no se oye. A veces habrá que escuchar sonidos físicos que el silencio permite escuchar y el ruido no: ¿Cómo suenan las hojas de los árboles cuando el viento las mueve? ¿Qué música tienen las espigas cuando en el campo se frotan entre sí? ¿Cómo suenan las alas de los pájaros grandes cuando vuelan? Si no oímos esos sonidos raros, no podremos apuntar a la profundidad?
   Y luego están los otros sonidos: los del corazón cuando se rompe, cuando grita, cuando llora, cuando ríe; los de las lágrimas de los pobres cuando caen de sus ojos y llegan al suelo; los de las alegrías de los humildes que cantan aunque nadie les escuche; los de los pasos de quienes son expulsados de su tierra y pisan tierra extraña. Si no oímos cosas así, no recuperaremos la profundidad.
   Y, además, habrá que ver lo que no se ve: Ver lo que no se quiere ver en las calles de tu ciudad; ver lo que no se publicita (la solidaridad, la generosidad, el amor sencillo); ver el corazón de la ciudad en la música de los callejeros; ver el amor en los brazos que sostienen a los ancianos titubeantes.
   Ver también el valor de los pasos extraños de quienes están al margen; ver los caminos de luz de quienes buscan caminos alternativos; ver el imparable trabajo de quienes quieren cambiar la órbita del planeta por el amor; ver a quienes tocan y aman la tierra en su huertos urbanos.
   Es que no podemos aspirar a otra forma de vida, a otro sentido en la vida, si no ahondamos, si no recuperamos la profundidad. Quien sabe de la profundidad sabe también de la persona y sabe de Dios. Es ahí cuando otra forma de vida es posible. Hay que animarse.
Fidel Aizpurúa, capuchino

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