Podríamos intentar y cultivar otra senda. Si abandonar el componente de la sensatez y de una indudable racionalidad, ¿por qué no ir construyendo una fe más antropológica, más enraizada en lo humano, más acorde con los dinamismos del ser humano? Esos dinamismos (dynamis siginifica “fuerza”) son fuerzas que nos habitan, que nos empujan y nos organizan la vida. No sabemos muy bien de dónde brotan ni a dónde nos llevan. Pero están ahí bullendo en nuestro interior. ¿Por qué no mezclar la espiritualidad con tales dinamismos?
Quizá desde ahí podríamos entender la resurrección de Jesús con un punto de novedad. Ésta puede ser considerada como un “atractor”, algo que atrae y que va construyendo un orden nuevo, una realidad distinta en quien se siente atraído. Es una fuerza cada vez más imparable que lleva a mirar la realidad de manera mueva y que va cristalizando en tomas de postura vitales sencillas pero concretas en una determinada dirección. Le lleva a uno a vivir lo diario con un brillo distinto, con un horizonte que antes no tenía, con una fuerza que le anima a no tirar la toalla. No es fácil decirlo, pero se quiere escapar de un “historicismo resurreccional” que, al final, no ilusiona, no enardece, no motiva cambios reales.
Puede que estas expresiones nos resulten más lejanas, frías e inservibles que las heredadas en los viejos parámetros historicistas. Pero la intención es la de intentar un planteamiento algo distinto sobre aquello que consideramos el núcleo de la fe.