“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”
Esta oración de Simeón me ha acompañado durante muchos años en el rezo de Completas a la hora de irme a dormir. He de confesar que aunque ya no tengo la costumbre de hacerlo, aún hay noches que vuelve a mí con dulzura. Y que incluso me sorprendo con una suave sonrisa al repasar cada una de esas palabras. Y es que las situaciones que se viven con fuerza en la niñez y juventud se graban a fuego en el corazón.
Desde este sentimiento, si me dejo llevar por la situación que cuenta el Evangelio, cuántas veces María recordaría este momento a lo largo de la vida de su Hijo. Ya habían pasado los cuarenta días preceptivos para la Madre y el Hijo, nuevamente el número cuarenta viene a marcarnos con todo su significado, y María, nerviosa se presenta como toda madre falta de práctica ante el templo. Ella es una mujer nueva, que se ha dejado quemar por la presencia de Dios en su vida y eso le trae un enorme gozo y le traerá un profundo dolor. Y le anuncia Simeón que será aquel por el muchos se levanten y otros caigan. Desde siempre me dijeron que la presencia de Jesús en la tierra hizo que ya unos se pusieran en contra y otros a favor y que igualmente seguía sucediendo al paso de los años. Esto es lo que nos viene de fuera. Pero… ¿y por dentro, que es donde de verdad se forja lo importante? Me da igual que ahora hablemos de Jesús, como si desde otra cultura hablásemos con otros criterios, lo que realmente me importa es que la presencia de Dios en el ahora y por supuesto la toma de conciencia de esto, es lo que realmente genera a veces incluso la división dentro de nosotros. Hay una parte de nosotros mismos, nuestro yo o ego, que lucha incansablemente por ser escuchado, por ser el primero en toda ocasión. La falta de atención y presencia le dará una y otra vez unos “vuelos” que harán de nuestra vida algo vacío.
Todos tenemos dentro un Simeón. Esa parte madura, auténtica, que sabe esperar sus cuarenta días necesarios para “macerar” lo que procede de Dios, que es todo, y vivirlo desde las entrañas. Y seguro que todos lo hemos escuchado, hemos reconocido su presencia, pero, como en la parábola de la semilla, caemos a veces entre zarzas y los juicios, prisas, falta de atención… no permiten que lo más genuino de nosotros mismos se desarrolle.
Después de los años pasados, ahora, mejor que entonces, puede salir de mí esa oración: “Ahora Señor… puedes dejar a tu sierva irse en paz”… porque te he visto.
Esta oración de Simeón me ha acompañado durante muchos años en el rezo de Completas a la hora de irme a dormir. He de confesar que aunque ya no tengo la costumbre de hacerlo, aún hay noches que vuelve a mí con dulzura. Y que incluso me sorprendo con una suave sonrisa al repasar cada una de esas palabras. Y es que las situaciones que se viven con fuerza en la niñez y juventud se graban a fuego en el corazón.
Desde este sentimiento, si me dejo llevar por la situación que cuenta el Evangelio, cuántas veces María recordaría este momento a lo largo de la vida de su Hijo. Ya habían pasado los cuarenta días preceptivos para la Madre y el Hijo, nuevamente el número cuarenta viene a marcarnos con todo su significado, y María, nerviosa se presenta como toda madre falta de práctica ante el templo. Ella es una mujer nueva, que se ha dejado quemar por la presencia de Dios en su vida y eso le trae un enorme gozo y le traerá un profundo dolor. Y le anuncia Simeón que será aquel por el muchos se levanten y otros caigan. Desde siempre me dijeron que la presencia de Jesús en la tierra hizo que ya unos se pusieran en contra y otros a favor y que igualmente seguía sucediendo al paso de los años. Esto es lo que nos viene de fuera. Pero… ¿y por dentro, que es donde de verdad se forja lo importante? Me da igual que ahora hablemos de Jesús, como si desde otra cultura hablásemos con otros criterios, lo que realmente me importa es que la presencia de Dios en el ahora y por supuesto la toma de conciencia de esto, es lo que realmente genera a veces incluso la división dentro de nosotros. Hay una parte de nosotros mismos, nuestro yo o ego, que lucha incansablemente por ser escuchado, por ser el primero en toda ocasión. La falta de atención y presencia le dará una y otra vez unos “vuelos” que harán de nuestra vida algo vacío.
Todos tenemos dentro un Simeón. Esa parte madura, auténtica, que sabe esperar sus cuarenta días necesarios para “macerar” lo que procede de Dios, que es todo, y vivirlo desde las entrañas. Y seguro que todos lo hemos escuchado, hemos reconocido su presencia, pero, como en la parábola de la semilla, caemos a veces entre zarzas y los juicios, prisas, falta de atención… no permiten que lo más genuino de nosotros mismos se desarrolle.
Después de los años pasados, ahora, mejor que entonces, puede salir de mí esa oración: “Ahora Señor… puedes dejar a tu sierva irse en paz”… porque te he visto.
CLARA LÓPEZ RUBIO
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