La crisis económica que detonó en 2008 cambió el sentido del estudio de Elzo y Silvestre, al punto que en 2014, dentro del Informe sobre exclusión y desarrollo social en España de la Fundación Foessa (Fomento de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada) redefinía el estado del individualismo placentero y protegido como individualismo no placentero y desprotegido. Este nuevo estudio recoge que el 52% de la población sentía que había descendido de clase social económica durante la crisis.
Ante el fallo del Estado del Bienestar se estableció un discurso de la queja, de la protesta, que de alguna forma renovó la confianza en las personas. La amabilidad, entendida como la afectividad entre iguales, regresó cuando nos sentimos individuos, sí, pero desprotegidos, cuando empatizamos de nuevo con los problemas colectivos. Movimientos como el 15-M, o el posicionamiento del feminismo como valor en las sucesivas manifestaciones del 8 de marzo o ante la sentencia del caso de La Manada muestran que la afectividad, que la amabilidad, permanece. De no existir sería imposible que hubieran surgido lemas como "yo te creo, hermana".
"Vivimos en sociedades de individuos, pero con una fuerte implicación afectiva", subraya José Antonio Santiago, que apostilla: "El problema es cómo canalizarlos en acciones colectivas". Para el profesor de Sociología estamos lejos de ser "una sociedad atomizada", y pone como ejemplo la actitud ante los mayores en situación de dependencia: "Todo lo que tiene que ver con los cuidados todavía es una cuestión que se vive muy de puertas para adentro", en un núcleo de afecto y amabilidad. Es la consecuencia, explica, de que el Estado del Bienestar español se nutra del modelo de familia mediterráneo. Del clan, dicho en lenguaje plano.
Del individualismo a la singularidad
La pérdida de la sociedad cortés, amable en las muchas situaciones sociales de ocio o de obligación compartidas, y la defensa del individualismo no son el punto final de nuestra relación con los demás. El sociólogo francés Danilo Martuccelli defiende la existencia de una sociedad singularista, que sostiene que las singularidades del individuo le distinguen ante la idea de que nuestras vidas están estandarizadas y que con una vida social más compleja es más difícil encontrarnos con iguales. Dicho de otro modo: por estadística, una persona con una afición muy concreta —coleccionar sellos prusianos del XIX, por ejemplo— difícilmente encontrará en su entorno próximo individuos que compartan su afición, pero se aferrará a esa particularidad, a esa singularidad, como factor diferencial del resto.
La de Martuccelli es una idea que comparte Santiago, que pone como ejemplo los objetos de consumo: cada vez son más singulares. "Pensemos en la música: antes, cuando querías escuchar una canción tenías que comprarte el disco, todo el disco. Ahora, creas tu propia lista, canción a canción en Spotify, y la compartes, sin necesidad de comprar el disco". Sucede lo mismo con determinada alimentación. El chocolate ya no es solo chocolate: hay diferentes tipos, tamaños, mezclas y texturas para atender, precisamente, a las demandas singulares.
"La vida social —prosigue el profesor Santiago— lleva consigo este proceso de singularización, que es paralelo al de estandarización. Estamos rodeados de singularidades que dificultan encontrarse con iguales en la misma situación que uno. Contrariamente, para los obreros de fábrica del XIX era fácil encontrarse entre sí: compartían sueldos, trabajo, horarios y procedencia". Y es precisamente en el XIX cuando emergen los movimientos sociales de corte obrero. En el siglo XXI, al reducirse esas tareas colectivas y extenderse las individuales y, posteriormente, las singulares, es más complejo empatizar con situaciones ajenas y ser amables. Y en consecuencia se multiplica la actitud de ver al otro como un ser ajeno: "Es tu problema, no el mío".
La ventana digital
Cualquier mirada a las relaciones asociales actuales tiene que pasar por la ventana digital: internet y las diversas redes sociales. En la sociedad singularista de Martuccelli, es el entorno digital el que permite establecer relaciones entre individuos singulares. En primer lugar, porque dan una voz. No hace mucho, antes de la revolución digital, las voces públicas estaban limitadas a las instituciones: llámense partidos políticos, instituciones, portavoces religiosos o sindicales. Hoy, cada persona con acceso a conexión a internet tiene, si lo desea, una voz pública, y capacidad de encontrar a quien comparte sus intereses. La construcción de nuestro entorno social no es ya por proximidad física o por las circunstancias vitales. La proximidad se produce en una dimensión digital. Nos buscamos más que encontrarnos en canales diferentes de los tradicionales, y con códigos afectivos distintos.
Así que pese a todo seguimos siendo una sociedad amable, aunque de un modo distinto: menos formal en las distancias cortas. Tal vez se ha perdido la costumbre de saludarnos cada mañana, pero la fuerza de los movimientos colectivos demuestra que los lazos afectivos sociales mantienen su vigor. No somos una sociedad amable en el sentido cortés, porque nos hemos construido como una sociedad de la urgencia, de la falta de tiempo, del estrés. Y quizá por eso no nos queda tiempo para darnos los buenos días. O eso creemos.
Javier Dale
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