Pero vamos a hacer un pequeño intento de colocarnos ante el espejo, pero ante el espejo de Dios. Porque somos lo que somos a los ojos de Dios. Por tanto, somos como Dios nos ve. Y para ello, nos vamos a servir de Pedro.
Cuando Jesús pregunta a Pedro “¿Me amas?” no ignora nada de Pedro. Pedro podría mirarse al espejo y decir: “soy un hombre capaz, soy padre de familia, pescador, y además con liderazgo. Soy hombre de una pieza, que me lo juego todo a una carta. Soy un hombre de fe, que ha creído en Jesús y lo he seguido dejándolo todo.” Y es verdad, o casi. También podría añadir: “soy un creído, un falso y un traidor. He estado tentado por la grandeza, por querer ocupar el primer puesto al lado de Jesús, me he peleado con mis compañeros, y he acabado traicionando al hombre que más he querido en este mundo”. Y esto también es verdad. Pero tampoco toda la verdad ni mucho menos.
Porque la verdad de Pedro es que ha sido elegido por Jesús, ha sido estimado y estimulado por Jesús, ha sido reprendido por Jesús, ha sido mirado por Jesús en su negación, ha sido llamado por Jesús para confesar su amor y su tarea.
La verdad de Pedro es Jesús. Cada vez que, en vez de mirar a Jesús, se ha mirado a sí mismo, se ha hundido, o se ha visto envuelto en su soberbia. Y la verdad de Pedro es Jesús, porque lo ha amado incluso en el pecado. Lo ha amado hasta dar la vida por él. ¿Qué importan todos los análisis que hacíamos comparados con esto?
Solo cuando nos miramos a la luz del amor de Dios sabemos quién somos.
Carta de Asís, agosto 2018
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