Lo que nos cuesta volver a ser como niños. Estamos llamados a ser adultos, responsables de la vida, de sus cosas. Nos esforzamos por sacar adelante el trabajo, las relaciones, la familia, nuestras mismas personas. Hace mucho tiempo que dejamos la época infantil donde vivimos más despreocupadamente que ahora. Sin embargo, poco a poco vamos cayendo en la cuenta que nuestra existencia no la podemos fundamentar en nosotros mismos. Es decir, por mucho que pongamos de nuestra parte, y así nos corresponde hacer, no somos artífices de lo mejor de nuestras vidas, ni de la de los demás. Lo que de verdad nos sostiene en la existencia es recibido, es don, es regalo.
Parece un contrasentido. ¿No tenemos la experiencia de que si no nos esforzamos, si no desarrollamos nuestras potencialidades, si no ponemos todos nuestros talentos en juego no llegaremos a desarrollarnos como personas? Ciertamente, hemos aprendido que aunque hoy en día es muy valorada culturalmente la infancia, nadie quiere ser alguien a quien se le evite ver la realidad en toda su complejidad, se le niegue su dignidad de persona autosuficiente, ni de ser dueños de su propio destino. Nunca se nos ha exigido tanto para ser personas libres y adultas.
Pero llegan etapas de la vida en las cuales ya no nos sirven tanto los logros ni los méritos alcanzados. Uno de los aprendizajes más profundos y más valiosos que la misma vida nos va brindando es que lo más preciado de la existencia es regalo que hay que aprender a recibirlo humildemente, como un niño recibe todo de los padres. Cuando uno va adentrándose en este camino de la nueva infancia, van adquiriendo mayor relieve en su vida —y cada vez con mayor naturalidad— la ternura, el descanso, la misericordia, el perdón, la admiración… Y sobre todo, ser pequeños con Dios y con el prójimo, sin dejar de ser responsables. Cuando uno vuelve a ser niño, niña, el mundo vuelve a ser un milagro permanente.
Carta de Asís, agosto 2021
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