Desde luego que las rosas son una de las flores más bonitas, y las más bonitas son las de “nuestro” jardín, y mucho más lo son si las cuidamos personalmente. Pues todavía estos rosales echan por segunda vez a estas alturas del año. Uno se queda embelesado contemplando tal maravilla de color, de olor, de forma y de belleza, da la sensación que Vivaldi anda por ahí tocando el concierto de las cuatro estaciones. Todo es belleza y armonía.
Esta mañana cuando he visto los rosales del jardín del convento se me ha ocurrido la siguiente reflexión, que tiene que ver con la vida misma.
Si nos preguntáramos qué es lo que nos hace ser felices, estar bien con nosotros mismos y con los demás, conseguir la tan ansiada autorrealización personal… tendríamos que buscar la respuesta en las “rosas”. Empezaremos con las raíces que son fuertes, con cierta profundidad con las que extrae el alimento que necesita de la tierra abonada, y cuanto más abono tenga mejor, más alimento. Sin esto, difícilmente, algo tan bello puede nacer, crecer y deleitar con su forma, color, textura… Estoy pensando ahora, y paso a la realidad de la vida… ¿qué, forma, qué color, qué textura tiene mi vida, nuestra vida, la vida de los que seguimos a Jesús, de los que vivimos al estilo de Francisco de Asís? Yo creo que si queremos ser como estas “rosas rosas” del jardín tenemos que hundir nuestras raíces en la tierra abonada, tenemos que hundir nuestras raíces en la profundidad de nuestra experiencia de Dios que tiene que ser, y mucho más si quiere ser franciscana, personal y comunitaria… «Descubriendo a Dios, Francisco descubría que el lugar de la presencia de Dios no era únicamente el “más allá”, el cielo, sino también el mundo visible, en cuyo centro está el hombre, imagen de Dios. Hombre, “morada y habitación del Padre-Hijo-Espíritu, la más digna de las criaturas”, uno mismo, por supuesto, pero también todo ser humano, bueno o malo, amigo o enemigo, rico o pobre, de buena salud o leproso. Y todas las criaturas, que habitan bajo el cielo, que conocen y obedecen a su creador y en las que resplandece su gloria. Hemos de buscar y encontrar a Dios en todas partes, en todo lugar, a toda hora, en todo tiempo» (Thaddée Matura, Francisco de Asís herencia y herederos ocho siglos después, Ed. Franciscanas Arantzazu, Madrid, 2009, pg 39).
Y no tenemos que olvidar que para encontrar a Dios, es preciso buscarle y desearle, como hace Él para encontrarse con nosotros. Para encontrarse con Dios no es posible si antes no somos impulsados a ello porque lo percibimos como felicidad, como alguien capaz de dar sentido a toda una vida.
Esta experiencia de Dios será la que nos capacite para que seamos unas “rosas rosas” tan bellas que ni el mismo Vivaldi, ni ningún otro artista ni arte, sería capaz de describir, porque estaríamos reflejando de alguna manera la belleza del mismo Dios. Y eso se contempla, no se expresa…
Esta mañana cuando he visto los rosales del jardín del convento se me ha ocurrido la siguiente reflexión, que tiene que ver con la vida misma.
Si nos preguntáramos qué es lo que nos hace ser felices, estar bien con nosotros mismos y con los demás, conseguir la tan ansiada autorrealización personal… tendríamos que buscar la respuesta en las “rosas”. Empezaremos con las raíces que son fuertes, con cierta profundidad con las que extrae el alimento que necesita de la tierra abonada, y cuanto más abono tenga mejor, más alimento. Sin esto, difícilmente, algo tan bello puede nacer, crecer y deleitar con su forma, color, textura… Estoy pensando ahora, y paso a la realidad de la vida… ¿qué, forma, qué color, qué textura tiene mi vida, nuestra vida, la vida de los que seguimos a Jesús, de los que vivimos al estilo de Francisco de Asís? Yo creo que si queremos ser como estas “rosas rosas” del jardín tenemos que hundir nuestras raíces en la tierra abonada, tenemos que hundir nuestras raíces en la profundidad de nuestra experiencia de Dios que tiene que ser, y mucho más si quiere ser franciscana, personal y comunitaria… «Descubriendo a Dios, Francisco descubría que el lugar de la presencia de Dios no era únicamente el “más allá”, el cielo, sino también el mundo visible, en cuyo centro está el hombre, imagen de Dios. Hombre, “morada y habitación del Padre-Hijo-Espíritu, la más digna de las criaturas”, uno mismo, por supuesto, pero también todo ser humano, bueno o malo, amigo o enemigo, rico o pobre, de buena salud o leproso. Y todas las criaturas, que habitan bajo el cielo, que conocen y obedecen a su creador y en las que resplandece su gloria. Hemos de buscar y encontrar a Dios en todas partes, en todo lugar, a toda hora, en todo tiempo» (Thaddée Matura, Francisco de Asís herencia y herederos ocho siglos después, Ed. Franciscanas Arantzazu, Madrid, 2009, pg 39).
Y no tenemos que olvidar que para encontrar a Dios, es preciso buscarle y desearle, como hace Él para encontrarse con nosotros. Para encontrarse con Dios no es posible si antes no somos impulsados a ello porque lo percibimos como felicidad, como alguien capaz de dar sentido a toda una vida.
Esta experiencia de Dios será la que nos capacite para que seamos unas “rosas rosas” tan bellas que ni el mismo Vivaldi, ni ningún otro artista ni arte, sería capaz de describir, porque estaríamos reflejando de alguna manera la belleza del mismo Dios. Y eso se contempla, no se expresa…
Benjamín Serrano, capuchino
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