Por un lado porque nos creemos que sabemos, porque pensamos que eso de amar es natural, es algo que nos brota espontáneamente... hasta que nos damos de bruces con nuestra frágil realidad de desengaños, de infidelidades, de torpezas, de fracasos... Incluso en esas situaciones pocos de entre nosotros se atreven a confesarse que no saben amar. Preferimos decirnos que ha sido una mala experiencia.
Pero por otra parte porque queremos manipular el amor buscando nuestra propia seguridad y nuestros propios intereses. También con Dios. Demasiadas veces confundimos el amor con nuestro deseo. Y nuestro deseo no es nada desinteresado sino que está muy mezclado de intereses nada claros como son la necesidad de seguridad, de significación, de satisfacción, de dedicación... Prueba de ello es que nos cuesta amar a quienes no responden a nuestros deseos, a quienes rompen nuestras expectativas, frustran nuestros deseos o no responden a nuestros requerimientos. Nos pasa entre nosotros, y nos pasa con Dios.
Con palabras bien precisas lo decía una mujer de hace ocho siglos, Hadewijch de Amberes: “Hoy día todo el mundo se ama a sí mismo y quiere vivir con Dios en el consuelo, el reposo, la riqueza y el poder, y compartir el gozo de su gloria. Todos deseamos ser Dios con Dios, pero, Dios lo sabe, pocos de entre nosotros quieren ser humanos con su humanidad, llevar su cruz, ser crucificados con él. Cada uno puede rendirse cuentas a sí mismo: generalmente sabemos sufrir muy poco. Una pequeña contrariedad que nos estorbe, una maledicencia, una calumnia, todo lo que nos despoja de un poco de honor, de reposo, de libertad, ¡qué rápida y profundamente nos hiere!”
A Dios no le estorba en absoluto nuestra torpeza. Y no olvidemos nunca que a amar se aprende amando.
Carta de Asís, noviembre 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario