A menudo suelo ir a pasear a orillas del río Pisuerga. El otro día mientras disfrutaba del camino vi una escena muy expresiva. Un señor anciano intentaba caminar ayudado por otro más joven, que yo interpreté que era su hijo. El mayor no se sostenía, iba arrastrando las piernas con la boca abierta y con un babero que le cubría todo el pecho. El más joven no sólo le mantenía en equilibrio sino que le cargaba y hacía toda la fuerza necesaria para el movimiento. La fragilidad de la escena era máxima.
Esa situación me revelaba que la vida es debilidad, que la vulnerabilidad es una condición propia no sólo de la persona, sino también del universo, de la historia. Como que la fragilidad atraviesa toda la realidad y esta persona mayor estaba ayudándome a mí, a su hijo y a muchas personas a adentrarnos en esa verdad apabullante. Dicho así, “asumir nuestra fragilidad” no nos asusta demasiado porque parece una frase filosófica, teórica. Pero si ponemos rostro a esta idea con el dolor, la incapacidad, la enfermedad, la limitación, la injusticia y la muerte concretas, ya nos cuesta mucho más. Por eso es tan importante que personas como aquel anciano, nos ayuden a integrar la debilidad porque instintivamente tendemos a rehuir de la vulnerabilidad, creemos que es una maldición, como pensaba Francisco de los leprosos antes de su conversión. Preferimos y prefiero mantenerme en el control de las situaciones, en la racionalidad y seguridad que me da sentirme con recursos suficientes ante cualquier dificultad.
Cuando en la capilla miro al crucificado, me está alertando de la misma realidad: “la humanidad, que yo he asumido –me dice Jesús- , es pura vulnerabilidad. Y para zambullirme en este mundo no podía otra cosa sino aceptar y vivir en mí esta fragilidad, expresada en la violencia, el abandono, el dolor, la humillación, el sinsentido y la muerte que sufrí”.
Pero es que la debilidad no es ni mucho menos una maldición, una tara que me marca e incapacita durante toda la vida, una carga que aplasta la realidad y al ser humano. Aceptar la debilidad es la condición de posibilidad para una vida plena: es lo que me permite ralentizar el ritmo existencial; lo que me obliga a buscar un sentido de la realidad más allá de lo funcional; lo que me abre a la vida y a los demás liberándome de mi autosuficiencia; es lo que me capacita para la compasión y el perdón; es lo que me centra en el ser y no en el poder, en el aparentar o en el tener; asumir la propia debilidad también es condición necesaria para vivir la fraternidad; y es también lo que hace posible que adecue mis expectativas a la realidad y por tanto que disminuya mi nivel de frustración.
La fragilidad como camino para una existencia plena la expresa la Palabra: derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes (Lc 1, 52); porque los sedientos, los perseguidos, los pobres, los que lloran, los débiles pueden ser los verdaderos bienaventurados, los auténticamente dichosos (Mt 5, 1-12). Muy parecido a lo que decía Pablo: “la fuerza se realiza en la debilidad” (2Cor 12, 9). Por eso los ídolos de nuestra sociedad nunca van a responder a lo que nuestra persona necesita: deportistas, modelos, adinerados, famosos, etc., todos parecen esconder la fragilidad que nos sustenta y nosotros nos hacemos la ilusión de que es posible prescindir de esa parte esencial del ser humano.
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