Si hay algo que toca el corazón de Francisco es la relación personal con Dios. Dios es el amor no amado, es Aquél que lo ha dado todo, hasta lo inimaginable, por amor a nosotros. Dios nos ama de tal modo que no le ha importado que su propio Hijo tenga que morir por nosotros, por puro amor.
Es desde esta clave de relación de amor desde donde vive Francisco a Dios. Y por eso tiene alma de enamorado, porque se sabe envuelto en ese amor incondicionalmente entregado de Dios.
Francisco mira a Jesús, y ve en Él el reflejo de ese amor. Ve en Jesús al hombre que ha encarnado el amor entregado de Dios haciéndose el último, el más pequeño, el más pobre. Ve en Jesús a Aquél que ha vivido las bienaventuranzas en carne propia, a Aquél que se ha abajado hasta lavarnos los pies, a Aquél que nos ha amado hasta dar su vida “como cordero llevado al matadero”.
Francisco se ha visto envuelto en este amor de Dios, y por eso ha querido ser pequeño como Jesús, último como Jesús, amor apasionado como Jesús, hombre de paz como Jesús, hermano de todos como Jesús.
Y por eso, en su oración le gusta dirigirse a Dios como lo hacía Jesús, llamándole Padre, sintiéndose confiadamente en sus brazos, proclamando su grandeza -Tú eres el bien, Tú eres fuerte, Tú eres santo…-, deseando que se haga realidad su presencia en este mundo -“el amor no es amado” era su gemido- y poniendo en sus manos su día a día y su vida.
Desde lo más hondo de su ser le brota continuamente la oración, porque se sabe amado, y sabe que ese amor es el que ha transformado su vida.
Carta de Asís, marzo 2019
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