Ahora que acabamos de terminar la Pascua, en una aparición de Jesús a los apóstoles, hay una frase muy iluminadora cuando dice Jesús: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo” (Lc 24, 39). ¿Qué quiere remarcar? Que es “el mismo”, pero el mismo ¿de cuándo o que quién? La respuesta está en su invitación: “Mirad mis manos y mis pies” taladrados. Quiere hacernos ver que el Jesús triunfante, victorioso de la resurrección es “el mismo” que hace tres días estaba siendo maltratado con burlas y látigo, el mismo que, aun estando lleno de bondad, fue torturado y asesinado en la cruz, como los malditos. Parece que Jesús nos quiere recordar que su victoria va asociada al sufrimiento. Es como si nos avisara que el triunfo en la vida tiene que pasar por el gris de la realidad, por el fango del fracaso. Que hay un río de vida que corre por el subsuelo de la existencia que está lejos de las historias brillantes y de las fascinantes biografías luminosas. Por tanto podemos encontrar mucha alegría en los grises cotidianos, que no tienen por qué ser mediocres; podemos descubrir la dicha en la falta de novedad y de reconocimiento, incluso en el fracaso y el sufrimiento.
No es masoquismo, pero creo que todos hemos tenido experiencia de que nuestra vida tenía sentido -con toda la plenitud que supone- después que un amigo desahogue contigo sus sufrimientos, por muy desagradable que aparezca.
Algo de esto descubrió Francisco de Asís cuando nos invitaba a la desapropiación y a la minoridad, a no construir nuestros proyectos vitales sobre el “ego”, a no creer que nuestra identidad se edifica sobre un pedestal. Desde aquí habla de la Perfecta Alegría en medio del fracaso. ¿Por eso nos diría Jesús que el Reino de Dios es de los pobres? (Lc 6, 20)
Javi Morala, capuchino
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