jueves, 6 de octubre de 2011

CLARA, HERMANA LUNA (2)

Yo encontré mi “lugar en el mundo”, aunque no sea cosa fácil (a vosotros también os cuesta mucho). Físicamente mi lugar fue san Damián, un pequeño convento que en nada se parecía a las grandes abadías. Allí, mis hermanas y yo pasamos muchas penurias y nos dijeron de todo. Pero disfrutamos muchísimo. La pobreza no nos hizo retroceder; el desprecio de la gente nos lo echamos a las espaldas. Llegamos a la convicción de que la manera de decirnos y de decir a los demás que Dios es amor y solamente amor era llevar una vida sencilla y ser buenas entre nosotras y con los demás. En vuestro tiempo, el hermano Roger, que fue prior de Taizé, decía lo mismo: con comunidades, con gente, buena de corazón y de vida simple, esta sociedad de hoy entenderá que Dios le ama.
Ya os digo que no fue nada fácil. Mucha gente no nos comprendió. Los mismos jefes de la Iglesia de la época creían que era imposible vivir sin posesiones grandes, sin rentas, sin viñas, sin molinos. Pensaban que moriríamos de miseria y desapareceríamos. Nos atosigaban a limosnas y dones que no queríamos. Yo le pedí al señor Papa un “privilegio”: que pudiéramos vivir a nuestro aire sin que nos obligaran a aceptar bienes. Era un documento insólito; no habrá habido otro en la historia de la Iglesia. El Papa lo firmó. Pero la cosa no se detuvo ni con ese documento. Yo misma tuve que ver que, a veces, en mi propia casa de san Damián se abría la puerta de los dones. Algunos dicen que duró poco la utopía, la primavera. Pero en mí siempre quedó el ideal intacto, aunque tuviera que transigir y hacer la vista gorda. Los ideales no son inútiles; el corazón que los conserva vive más a gusto.

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