A menudo pensamos que la paz es un estado, una situación de ausencia de conflicto, de guerra, de lucha, como una manera tranquila de vivir sin sobresaltos. Sin embargo, una y otra vez se rompe ese tipo de armonía que se parece a lo que llamamos paz; y vuelta a empezar por conseguir eso que añoramos. Pero, tal vez, la paz no sea un estado sino una dinámica, un trabajo sostenido, una tarea que nunca acaba. Quizá la paz sea esa condición necesaria (social o familiar o personal) donde pueden emerger las realidades más humanas, esas que nos hacen mejores. Esas condiciones hay que buscarlas, trabajarlas, desarrollarlas. Puede ser en lo social (justicia, equidad, respeto, tolerancia, libertad...), o en lo personal (autoconocimiento, cariño, autenticidad, sabiduría...).
Por ello, siempre estaremos siendo constructores o destructores de paz. Siempre será algo inacabado, y por ello siempre habrá posibilidad de avanzar en ese camino de la paz. Qué hermoso encontrar personas que trabajan por la paz, personas pacíficas, pacificadas, hacedores de paz. Es una de las bendiciones mayores en la convivencia social y fraterna. Ellos serán llamados hijos de Dios.
A su vez, la paz es también un don, un regalo, una bendición. Solemos decir encontrar la paz, pedir la paz, recibir la paz. Desde la fe pedimos a Dios que nos dé su paz. Y es Jesús el que nos dice “mi paz os dejo mi paz os doy”. Y es también Él el que nos envía al mundo a proclamar la paz: “En cualquier casa que entréis, decid primero: 'Paz a esta casa'”.
Carta de Asís, enero 2017
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