Si nos adentramos un poco más en los movimientos de nuestro corazón, percibimos que en esa búsqueda de humildad asoman, casi sin darnos cuenta, otras capas de nuestro ser que quizá estén buscando un nivel alto de virtud. Es decir, que queriendo ser humildes, estamos alimentando una alta estima de nuestro virtuosismo. Es como ese prurito de sentirnos valiosos, merecedores de buena estima, al menos por parte de nosotros mismos, o de Dios... Y si se da el caso, por parte de los demás. Nuestro corazoncito es orgulloso incluso en la búsqueda de humildad. ¿Quién nos sacará de este bucle, de la pescadilla que se muerde la cola?
Hay dos caminos que no tienen salida. El primero es el de la persona perfeccionista que se autohumilla queriendo matar su narcisismo; sería como querer salvarse del ahogamiento en el agua tirándose de los pelos hacia arriba. Hay casos que llegan a formas insanas de vida. La otra salida falsa es la espiritualización: pensar que como Dios nos ama ya tenemos todo superado sin necesidad de atender nuestras contradicciones, como tapando la realidad.
Siempre tendremos que vérnoslas con ese narcisismo que nos habita, pero habrá algunos caminos que recorrer para ir liberándonos, o mejor, dejarnos liberar de esa trampa: volver una y otra vez a la relación con Dios que se muestra en Jesús que acoge al pecador que somos, aprender a aplicarnos un cierto humor en nuestras pequeñas miserias, distinguir entre hacer el mal y sentirnos heridos en nuestro amor propio, acoger con cierta paciencia las humillaciones que los demás nos puedan infringir...
Este camino es para toda la vida pero nos puede ir liberando de nosotros mismos. Es una gracia que Dios concede a los pequeños.
Carta de Asís, diciembre 2017
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