Puede haber muchos motivos que nos empujan a la solidaridad: el haber visto la realidad doliente de personas, la petición de ayuda de algún necesitado, la reflexión sobre mi lugar en el mundo... Algunos motivos nos nacen de nuestro interior, mientras que otras veces es la realidad externa la que nos pide movernos. En cualquiera de los casos, una vez dado del paso de salir de nosotros hacia los demás, sobre todo hacia personas más necesitadas, una de las consecuencias es que somos nosotros mismos quienes resultamos cambiados, transformados.
Dicha transformación se da en varios ámbitos. Cambia la visión de la realidad, del mundo. El mundo es más complejo y variado de lo que creíamos. Se comienzan a percibir las injusticias que reinan en nuestra sociedad y de las que nos aprovechamos sin darnos cuenta. Hay mecanismos perversos que condenan a personas a una vida inhumana...
También se descubre la persona que hay en cada necesitado: su mundo de necesidades, los condicionamientos que le llevan a una vida tan frágil... Ser pobre no significa ser indigno, ni bueno, ni malvado automáticamente.
La relación con los pobres nos ilumina sobre nosotros mismo. Caemos más en la cuenta del lugar privilegiado que ocupamos en esta humanidad, de las oportunidades que gozamos y de las que no éramos conscientes. También nos ayuda a revalorizar las realidades que nos mueven en la vida; dábamos importancia a cosas que no la tenían y se nos escapaban otras de gran valor...
Y sobre todo, nos acerca de modo especial a algunas de las claves del Evangelio de Jesús: la novedad de las preferencias de Dios hacia los pequeños. Este acercamiento no será nada teórico ni ideológico, sino más experiencial. Será Evangelio en vivo.
Eso sí; todo ello nos irá transformando por dentro y por fuera si nos atrevemos a exponernos. No hay nada como las personas necesitadas y nuestra apertura hacia ellas para que nuestra vida cambie.
Carta de Asís, enero 2021
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