Creo que a muchos nos han tocado situaciones en las que nos sentimos injustamente tratados, en las que sufrimos mucho o sentimos el dolor de familiares, amigos o personas cercanas. Son momentos muy difíciles, llenos de angustia e indignación, en los que nos parece que ya no podemos más, y creemos que hemos “tocado fondo”. Parece que ya no hay consuelo posible y no nos quedan razones o perspectivas de futuro que alienten nuestra esperanza. Creemos que ya no hay otra solución que resignarse en el sufrimiento, sin un atisbo de aliento o descanso.
En una situación así me encontraba hace unos meses y me vino una palabra de Jesús: “Venid a mí, los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy tolerante y humilde de corazón, y os sentiréis aliviados” (Mt 11, 28-29). Parecía que había un espacio en donde, a pesar de todo lo que estaba viviendo, era posible y real el descanso. Era factible el consuelo más allá de mis fuerzas o incluso de mi voluntad, más allá de mis éxitos o fracasos. Era como si se me dijera que había un fundamento en donde sostenerme aunque todo pareciera que se derrumbaba, que había un sostén aunque no entendiera nada de lo que estaba ocurriendo. Un apoyo que no dependía de que las cosas me fueran bien o mal. En un lugar, en la intimidad más íntima, emergía una posibilidad de serenarse sucediera lo que sucediera.
Y entonces me vino a la mente la escultura del capuchino Antonio Oteiza en la que el resucitado se apoya en la cruz para ascender. Como si necesitara de todo el fracaso, el dolor, la incomprensión que sufrió en la cruz para resurgir. Todo ese sinsentido parecía volverse posibilidad de Vida. El sufrimiento y el absurdo eran un camino hacia la luz. Con lo que digo, no quiero dar una explicación para el dolor, ni acallar el aguijón de la injusticia, pero sí bucear en el corazón para despejar ese espacio de descanso y encontrarme con el que puedo soltar la amargura sabiéndome seguro. Encontrarme con el que puedo reposar, simplemente acercándome a Él. “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo: tú vas conmigo” (Salmo 23).
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