En el Evangelio, Francisco encuentra su forma de vida. No inventa nada sino que descubre que se trata de vivir como vivió Jesús: El mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio (Test 14). Jesús, como predicador itinerante, anuncia la buena noticia del Reino: el amor gratuito de Dios que no excluye a nadie. Precisamente, el Evangelio -el libro que narra los encuentros de Jesús, la mayor parte con pobres, enfermos y excluidos- nos propone, como centro de la vida, la capacidad del encuentro. Las Bienaventuranzas (Mt 5, 3-12) y la invitación a la misericordia (Mt 9, 10-13) resumen bien el encuentro con el mundo al que Jesús nos llama.
A Francisco le basta el Evangelio, vive en y de las Escrituras y habita en ellas como en su casa (2Cel 102; LM 11, 1): este es el marco vital de referencia y de discernimiento de los que seguimos a Jesús. Él se hace presente en medio de nosotros cada vez que hacemos memoria de su Palabra y tratamos de iluminar nuestra vida. El mismo Francisco, enamorado de las palabras de Jesús, alerta a sus hermanos contra la tentación de revestir la vida desnuda y sencilla del Maestro (1Cel 6), y nos invita a vivir evangélicamente y sine glosa (Test 38-39).
Francisco nunca fue un oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza (1Cel 22). De él aprendemos que la Palabra de Dios solo se entiende en su profundidad cuando se pone en práctica, que vivir en torno a ella genera un estilo nuevo de relación: la fraternidad (1Cel 38; LM6,5). Vivir como hermanos es el espejo de los valores del Reino, su anuncio más hermoso, la forma más auténtica de compartir el deseo de Dios. La acogida fraterna de la diversidad constituye el modo más creíble de contemplar y narrar la historia de nuestro Dios, que se hace menor y hermano en el misterio de la encarnación del Hijo.
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