Recordó su juventud inquieta y cómoda, las fiestas y los sueños de gloria. Recordó el instante en que, frente al leproso, el asco se transformó en compasión y su alma despertó. Recordó el abandono confiado ante el obispo, desnudo, libre, diciendo: “Ahora puedo decir con toda verdad: Padre nuestro que estás en el cielo.”
Volvió a pasar por su corazón la fraternidad naciente, los caminos recorridos con sus hermanos, la alegría de vivir sin nada, pero teniéndolo todo, el regalo de la hermana Clara... Evocó la sonrisa del niño de Belén al que pudo acunar, y también los momentos de soledad en el monte Alvernia, donde el amor lo marcó con los signos de la cruz. Y en su memoria, el Cántico de las criaturas seguía cantando: una alabanza que había nacido en la enfermedad, en la pobreza, en el dolor, pero también en la luz.
Francisco murió pobre, tendido en el suelo, rodeado de hermanos, con la mirada puesta en Cristo y el alma llena de paz. Y en esa última mirada interior, reconoció que cada experiencia —la alegría, el sufrimiento, el servicio, la fraternidad— había sido parte del camino que lo conformó a imagen del amado.
El tránsito de Francisco fue una despedida serena, profundamente humana y profundamente divina. Francisco entrega su aliento último no con temor, sino con gratitud: por haber amado, por haber servido, por haber sido transformado en otro Cristo.
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