Realmente no es sencillo hablar del amor. Todos tenemos experiencia de cómo nos centra y nos hace sentir vivos el sabernos amados, y también de cuánto nos rompe el sentirnos rechazados o no queridos. También sabemos cómo nos cuestan las relaciones, tanto en la familia como en los distintos entornos en que nos movemos.
Por eso, hablar del amor es tanto como hablar del eje que da razón de nuestro ser (amar es lo que nos da vida, y amar es para lo que vivimos), pero también de las dificultades que encontramos para vivirlo a fondo.
Esa incapacidad de amar proviene de nuestras heridas y miedos. Porque si bien el amor nos lleva a desprotegernos, a entregarnos y a confiar plenamente, el miedo nos hace desconfiar, protegernos, guardar las distancias. Sabemos que el miedo es un motor muy fuerte. Y que es incompatible con el amor, pues éste necesita un ámbito de confianza: no se puede amar a medias, no se puede amar con miedo, teniendo un as guardado en la manga “por si acaso”.
Sin embargo, todos sabemos de la ambigüedad de nuestros amores, en los que se nos cuelan tantos miedos… Por eso necesitamos confesarnos a nosotros mismos que no sabemos amar, que hay situaciones y personas que nos bloquean, que sacan lo peor de nosotros, que nos “desquician”. Necesitamos ir aprendiendo a amar, y ello requiere la voluntad de querer amar… porque en ello nos va la vida. Si no somos capaces de amar, ¿tiene sentido nuestra vida?
“El amor todo lo puede” nos dice San Pablo, y es verdad; pero eso no nos quita las dificultades, los conflictos, las heridas… Pero el hecho de sabernos amados incondicionalmente, hasta en nuestro pecado, nos da fuerzas para no detenernos en dificultades e impotencias, sino apostar por querer incluso a quienes nos hacen daño. Porque así hemos sido amados nosotros mismos. Así es como nos quiere Dios.
Carta de Asís, junio 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario