A pesar de mi escasa memoria, recuerdo que había una cosa que me llamaba mucho la atención de mis primeras oraciones de laudes con los capuchinos. Era cómo comenzaban: “Dios mío ven en mi auxilio”. Me parecía que tenía poco que ver conmigo y con mi relación con Dios. Me daba la impresión de que había demasiado dramatismo y que por supuesto, así poco atractivo vocacional iban a tener los frailes.
Rememoro esto porque en otros laudes, veintidós años después rezaba con esta frase: “Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado” (Sal 85, 1). Y conectaba porque el desamparo parece que ayuda a estar abierto a Dios, frente a la autosuficiencia o el creer que lo tienes todo controlado; situaciones en las que no necesitas a nadie más que a ti mismo.
No es que haya que poner “pose” de desgraciado o dárselas de humilde, sino que si miramos dentro de nosotros, descubrimos una carencia congénita, una vulnerabilidad profunda que casi siempre queremos esconder o compensar: es esa soledad de fondo con la que algunas veces nos encontramos si nos permitimos sentir interiormente. Es esa fragilidad propia que no somos capaces de aceptar, de asumir con paz, de convivir con ella sin taparla con mil intentos vanos de “ser alguien”.
Por eso no entendemos lo que nos dice Jesús “Dichosos los pobres porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis porque reiréis” (Lc 6, 20). Si somos capaces de reconocernos en nuestra pobreza y convivir con ella sin huir; si somos capaces de dejarnos sentir nuestras hambres sin hacer oídos sordos con mil estímulos que nos entretienen y permanecemos en nuestra realidad frágil, entonces inclinaremos nuestra existencia al Dios de la Vida y le dejaremos entrar en nuestra casa. Entonces seremos habitantes del Reino de Dios y quedaremos saciados. Y descubriremos que la fragilidad esconde cierta belleza como recita Fermín Herrero en uno de sus poemas que me pasaron hace poco:
Todo lo bello es frágil: los trenes
cuando olían, la escarcha en los ribazos, la boca
de los niños aún sin término, el tacto
del silencio en los camposantos a la orilla
del mar, la redondez si es fruto, el ruiseñor,
su rama. Acaso la memoria. Todo lo verdadero
es frágil. Y es inútil.
Javi Morala, capuchino
Todo lo bello es frágil (y por ello hay que cuidarlo).
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Todos somos bellos, por tanto frágiles, y por eso tenemos que cuidarnos unos a otros (sin poner zancadillas)