Nos han enseñado desde siempre que debemos ser agradecidos y la palabra “Gracias” nos sale con facilidad. Cuando alguien hace algo por nosotros: nos cuida, se preocupa, nos hace un favor... Lo agradecemos porque nos sentimos en deuda y es nuestro modo de “pagarla”: solo un GRACIAS pero no intentamos corresponder tratando de compensar lo recibido.
Quizá nos falte aprender que ser agradecidos es admitir que necesitamos de los demás, que por mí mismo no puedo hacerlo todo y no sólo eso, sino que soy capaz de reconocer lo bueno que hay en las otras personas, en sus obras y en sus actuaciones.
Pero también hemos de reconocer que hay muchas veces que nos cuesta agradecer. Nuestro orgullo y autosuficiencia nos impiden aceptar que estamos necesitados de que otras personas hagan algo por nosotros, nos dediquen su tiempo en forma de compañía, de una palabra de consuelo... Además, tenemos conciencia de que ser desagradecido suele llevarnos a la envidia, al rencor, incluso a la enemistad por ser incapaces de apreciar lo bueno de los demás.
Ser agradecido no quita mérito, más bien da grandeza a la persona y sentido a la vida. Nos enseña a recibir confiadamente las cosas tal como vienen y como son.
Hay muchas maneras de demostrar el agradecimiento: con palabras, con una sonrisa, con una caricia o con una mirada de cariño hacia todo aquel que se acerca generosamente a nuestra vida, a todo el que nos regala su tiempo y su vida sin buscar nada a cambio.
Diariamente tendríamos que dar gracias a las personas que nos rodean y sobre todo a Dios que nos ha creado y nos ha entregado toda la creación para nuestro bien.
En esa relación del día a día con el Señor, descubriremos que todo lo que tenemos y somos es don suyo, que solo nos queda acoger y agradecer.
Carta de Asís, julio 2016
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