La fraternidad jamás es un campo de rosas. Se dan épocas de encuentro y armonía, pero también nos topamos con dificultades que, en más de una ocasión, hacen dudar de la viabilidad de la relación fraterna: diferencias ideológicas, generacionales, reacciones inesperadas, desencuentros afectivos...
Se vuelve imprescindible aclarar las relaciones, recomponerlas, reforzarlas, mimarlas. Pero junto a los medios adecuados que facilitan las relaciones fraternas, también se requiere un proceso interior personal. Hay que avanzar en esa capacidad de comprender al hermano, a la hermana, más allá del momento en que está la relación con él o ella. Es necesario hacer el esfuerzo de ponerse en el lugar de la otra persona aunque no se pliegue a mis proyectos, a mis deseos. Es esa capacidad de apreciar al otro a pesar de ver sus miserias; valorarla por encima de sus logros. Es esa capacidad de situarse en la piel de la otra persona: ¿Qué sentiría, qué pensaría, qué haría yo si mi historia, mi carácter, mis fuerzas, mis condicionamientos fueran los suyos?
Lo que se conseguiría es que la hermana no se sintiera con la necesidad de defenderse ante mí, ante mis acusaciones, ante mis denuncias. Y ello, porque tampoco tengo necesidad de acusarla, denunciarla. Esto no quita que haya hechos objetivos que quizá fuera necesario cambiar, hablar, decir. Pero la persona está salvada.
Poco a poco, iremos siendo capaces de amar al hermano no desde mí, sino desde aquél que siempre ha tenido misericordia de mí, se llega a amarla desde la gracia de Dios. Sólo entonces podremos decir en verdad: hermano, hermana, te comprendo en lo más íntimo de ti mismo.
Carta de Asís, octubre 2016
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