Cada verano me escapo una semana de travesía por los Pirineos. Este año hemos estado alrededor del valle de Luchon (Francia). Al volver a casa me venía una sensación primera de alivio: "¡qué bien, una ducha tranquilita, el sillón, los juegos olímpicos y una cama como Dios manda!". Tampoco es que vayamos de supervivencia, sino que tenemos asegurados en los refugios de montaña una ducha, unos aseos, cena y desayuno. Sí es verdad que a veces te toca dormir en una habitación nueve con ronquidos, mucho calor y poco sitio; otras veces estamos a merced del tiempo atmosférico: calor, frío, lluvia o viento; o baqueteados por lo que el camino nos exige: fuertes pendientes, pasos delicados, neveros, zonas de rocas, pendientes prolongadas. En contacto con la naturaleza, viviendo en la carencia y sin comodidades, cada pequeño detalle es un lujo que disfrutas intensamente, que vives en plenitud: un riachuelo para refrescarte en medio del calor; la sombra de una roca; una pieza de fruta en plena subida a un collado; una rebanada de tomate para hacer del bocadillo un manjar; un hilo de agua potable; una ducha caliente; que alguien haya preparado la cena para ti, etc.
Pero inmediatamente después de esa primera sensación de alivio por retomar las comodidades que he comentado me venía la pregunta: "¿a costa de qué tengo este alivio en mi vida cotidiana? ¿qué precio tengo que pagar por esas comodidades?" Y la respuesta me vino de forma clara: "el precio es Vivir plenamente". Me daba la impresión que estaba intercambiando Vida por comodidad. Que estaba malvendiendo la vida a raudales que se me da cada día, y que en Pirineos me encuentro de forma tan sencilla, por un poco de bienestar. Que los pequeños placeres que voy buscando instintivamente me separan muchas veces de la vida en estado puro, de la vida que se me regala en cada instante y que soy incapaz de absorber pendiente de las pequeñas comodidades y entretenimientos que engañan mi percepción ("la vida es eso que pasa mientras hago otros planes" que cantaba Macaco). Me estoy acordando de una historia de Diógenes que tiene mucho que ver:
Estaba el filósofo Diógenes cenando lentejas cuando le vio el filósofo Aristipo, que vivía confortablemente a base de adular al rey. Y le dijo Aristipo: "Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas". A lo que replicó Diógenes: "Si hubieras tú aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey".
Creo que tengo que aprender a vivir sin tantos entretenimientos, no sólo por solidaridad, porque muchos otros no pueden, sino por ejercitar mi capacidad de acoger la vida en estado puro, tal como se me presenta, sin acomodaciones ni sustitutivos que la descafeínan tanto.
Javi Morala, capuchino
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