Al día siguiente, en aquel lugar aparentemente recóndito, cuando apenas había amanecido, rezamos la oración de la mañana frente a este Cristo de la imagen, adaptación del Cristo de San Damián. Un Jesús vivo y crucificado con rasgos mexicanos, rodeado de personajes con apariencia y vestiduras mixtecas, y con el centurión y Longinos convertidos en soldados mexicanos. Sus colores y los símbolos que lo jalonan son propios de esta cultura indígena tan desconocida para mí.
Y con los ojos inundados en este Cristo tal peculiar oí esta antífona: “A Cristo, que se nos ha manifestado, venid, adorémosle”. Miraba a un Jesús mixteco y oía que Cristo se nos había manifestado. Y se me hizo patente que en cada una de las personas que me iba a encontrar, allá en este estado de Oaxaca, Jesús se me iba a manifestar; que en el pueblo sencillo y castigado de la Mixteca Alta con el que iba a relacionarme, Cristo se me iba a revelar. Se dada una identificación entre Jesús y esta gente tan pobre y acogedora. El “diosito de Nazaret” se unía al destino de estas gentes: miraba a Jesús y me encontraba con estos mixtecos; y en la mirada a cada uno de estos oaxaqueños se me daba la oportunidad de toparme con el mismísimo Jesús. ¡¡Qué grande es este Dios nuestro encarnado!!
Y me doy cuenta que no tengo que irme tan lejos para tener esta experiencia de la presencia de Jesús en las personas que me encuentro cada día. Y encima, la antífona termina diciendo: “adorémosle”. Que cada uno se diga a sí mismo las consecuencias que tiene…
Javi Morala, capuchino
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