que se extiende a lo largo hacia el crepúsculo
mientras el horizonte iluminado, aún lleno de azul,
tiñe de rojo ráfagas de nubes.
A los lados, una hilera quebrada de pastos y olivares.
Y ningún deseo. Sólo la luz alimentando unos ojos abiertos
y un cuerpo que no espera tocar aquel crepúsculo,
siempre igual de lejano. Sólo el pan bendecido de la tarde
partiéndose en azules, en grises, en naranjas.
Y el tiempo, como un niño engalanado de blanco,
abriéndome sus brazos a lo lejos.
Alejandro Martín, de La fiesta de los vivos.
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