Hablar de “lo carnal” todavía evoca en nosotros el pecado, lo ilícito, lo rechazable, algo que hay que alejar del alma. Es verdad que va quedando lejos. Pero las reminiscencias permanecen. Es el viejo litigio, no resuelto del todo, entre cuerpo y alma, teniendo por mejor el alma y por negativo todo lo relacionado con el cuerpo.
Pero resulta que hablar de la encarnación de Jesús, de la Navidad, es hablar de lo carnal, de la carne del mismo Jesús, carne como la nuestra en todas sus dimensiones. Bien canta el himno de Navidad: “Misterio de carne nuestra, misterio”. Porque la carne no es solo lo que vemos y tocamos, eso que, a veces, hemos considerado secundario y “pecador”. La carne es la puerta del misterio: abrirla, tocarla, amarla es llamar a la puerta adecuada para encontrarse con el misterio del Dios-con-nosotros. Toquemos, pues, la carne, la de Jesús y la nuestra.
Para entrar en el misterio de la carne, la de Jesús y la nuestra, es preciso ahondar, sosegarse, quedarse contemplando. No es fácil porque la carne no es mera exterioridad, es también el rostro de nuestra verdad, lo que se ve de lo que realmente somos. Trascender lo que vemos hasta tocar lo que somos es todo un trabajo.
Hacerlo en comunidad puede ayudar. De cualquier manera, decimos lo de siempre: que no pase el tiempo hermoso de la Navidad en la mera superficialidad de una celebración social que se queda en la puerta sin decidirse a entrar. Ojalá.
Fidel Aizpurúa
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