Sin embargo, aquí puede surgir una nueva tensión pastoral. Hacerlo tan atractivo para ellos, que al final no hay manera de que luego vayan a otra parroquia o comunidad o sobrevivan a una misa dominical en cualquier lugar del mundo. De tal forma, que lo hacemos tan adaptado y masticadito que mostramos una religión a nuestra medida y que, por tanto, después se rechaza la propuesta de la Iglesia universal. Nos llenamos tanto de nosotros mismos y de nuestros propios lenguajes que no dejamos hueco para otros, ni casi para Dios.
En el fondo, bajo esta tentación subyace una fragilidad del pastoralista: «menos mal que estoy yo –o nosotros–, que no soy –o no somos– como los demás», porque nuestro modo de vivir la fe es tan bueno y tan particular, que acaba siendo excluyente, y así hacemos de nuestra visión del evangelio la única que vale.
Evidentemente, siempre vemos esto en los demás, pero la pregunta tiene efecto bumerán: ¿y yo, qué evangelio predico?
Álvaro Lobo, sj
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