Los desajustes y las heridas del mundo solo pueden ser curadas por medio del amor, favoreciendo una cultura del encuentro, que rompa la lógica de la posesión y el dominio y nos forme en la lógica de la gratuidad. Se trata de pasar del derecho a ser al don de ser, superando así la contraposición amigo/enemigo, incompatible con la espiritualidad franciscana, que reconoce en el otro a un hermano, nunca una amenaza.
Nuestra manera de comprender la pobreza hunde sus raíces en la experiencia de la gratuidad y de la interdependencia, que propicia, de modo natural, una cultura de la solidaridad que ayuda a recuperar el sentido comunitario de la existencia. Los nuevos tiempos nos exigen abandonar la cultura del consumo y diseñar nuevos estilos de vida sostenibles, conscientes de la fragilidad del medio ambiente y de la vida de los pobres. Es posible un mundo sin muros, sin guerras, sin pobreza. Las estructuras deben favorecer el encuentro con las personas, y no han de ahogar nunca nuestra creatividad carismática: lo que somos, y no lo que tenemos, es el mejor tesoro que podemos ofrecer.
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