Con demasiada frecuencia se oye descalificar a alguien acusándole de racista, lo que en nuestra sociedad laica significa un pecado casi tan gordo como el sexo en la Iglesia Católica. El motivo pude ser tan simple y sencillo como que haya manifestado su opinión que los inmigrantes, para que no anden por la calles como perros sin dueño ni sean explotados por empresarios sin conciencia, deben regresar a su país de origen o que, si vienen a trabajar, porque necesitamos sus servicios, traigan su contrato laboral, que les garantice todos sus derechos y una vida digna. Pero a mí me parece que, a pesar de la frecuencia con que se pueda descalificar a alguien de este modo y por este motivo, todavía es muy bajo el número, pues el supuesto racismo no sería nada más que la manifestación de una actitud mucho más profunda y generalizada que abarcaría no solamente a los inmigrantes, sino a todo el entorno normal y diario de la persona.
Lo que voy a escribir tal vez no os convenza, pero puedo aseguraros que no podréis decir que es mentira por la sencilla razón que no me apoyo en observaciones ajenas, sino en reacciones que he observado y analizado en mí mismo.
El desprecio o rechazo del otro, sea o no extranjero, masculino o femenino, mayor o menor, creyente o ateo, sabio o ignorante…, lo que no tolero no es una diferencia, deficiencia, carencias o limitaciones del otro, sino que yo mismo me valoro diferente y superior; yo entro consciente o inconscientemente en competencia con el otro, me comparo y me autocalifico superior y mejor. No es que no tolere al otro; es que realizo un desplazamiento en razón del doble juicio de valor: yo soy mejor e inclino hacia mí la balanza, dejando al otro sin peso, en inferioridad de circunstancias. No es el problema el otro por muchos defectos que tenga, sino mi exclusiva y excluyente valoración. Mi sobrevaloración significa una merma en la valoración y estima de los demás, cosa en la que continuamente estamos viviendo por la competitividad personal. El racismo sería, según esto modo de ver mío, una aplicación puntual de una actitud mucho más global y generalizada que se podría llamar intolerancia, siempre que se entienda no como un rechazo del otro, sino como una supervaloración de mí mismo que lógicamente lleva un "desprecio", un quitarle "precio", valor al otro que convierto para mí en plusvalía: yo crezco en razón del menor aprecio o estima del otro; engordo en razón de la flaqueza del otro, y, por lo mismo, no puedo tolerar junto a mí aquello que no está o considero que no está a mi altura, que no es igual a mí. ¿O no es cierto?
Paco Luzón, capuchino
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