De la Navidad hay señales equívocas e inequívocas; no distinguirlas o confundirlas puede tener graves consecuencias. “Esto os servirá de señal: encontraréis un niño acostado en un pesebre” (Lc 2,12).
La señal de la Navidad no está en las luces, ni en la música, ni en el consumo, ni en los adornos callejeros o domésticos (señales todas equívocas y a veces equivocadas y equivocadoras). La señal inequívoca está en el Niño.
Ante la celebración litúrgica del nacimiento de Jesucristo, los cristianos debemos hacernos profundas reflexiones sobre el por qué y el para qué de este misterio. Eso nos ayudará a vivirlo con mayor lucidez y coherencia. Porque la Navidad no es un rito, sino un reto para nuestra vida.
¿Por qué? El amor de Dios es la razón profunda, el origen íntimo de la Navidad (1 Jn 4,9; Jn 3,16). La venida de Cristo no la motivó el pecado del hombre, sino el amor de Dios. Cristo no es un “parche” a un proyecto estropeado por el hombre, sino el centro de un proyecto originado en Dios “antes de la fundación del mundo” (Ef 1,4), que, a pesar del pecado, el hombre no pudo estropear. La Navidad es, pues, la epifanía, la manifestación del Dios Amor y del amor de Dios. Si no damos con esta clave, no habremos hecho la lectura correcta de su mensaje.
¿Para qué? Lo expresa magníficamente el himno de la carta a los Efesios: “para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo…; para hacer que todo tenga a Cristo por cabeza” (Ef 1,3-12). Y en términos parecidos se expresan la carta a los Gálatas: “Para rescatar a los que se hallaban sometidos a la Ley” (4,4), y a los Colosenses: “Para reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos” (1,15-20). De todo esto, el Niño es la señal.
Para verlo no bastan los ojos de la carne y la sangre, se necesitan ojos sacramentales, capaces de trascender lo sensible. De lo contrario volverá a repetirse la historia: “Vino a los suyos, mas los suyos no la recibieron” (Jn 1,11).
Hoy celebramos el nacimiento de la VIDA, de nuestra Vida, Jesús, quien vino para que tuviéramos vida, “y en abundancia” (Jn 10,10). Y frente a programas y planes anti-vida, deberíamos activar y renovar nuestro compromiso por la vida, en su integridad, sin amputaciones ni reducciones.
La señal de la Navidad no está en las luces, ni en la música, ni en el consumo, ni en los adornos callejeros o domésticos (señales todas equívocas y a veces equivocadas y equivocadoras). La señal inequívoca está en el Niño.
Ante la celebración litúrgica del nacimiento de Jesucristo, los cristianos debemos hacernos profundas reflexiones sobre el por qué y el para qué de este misterio. Eso nos ayudará a vivirlo con mayor lucidez y coherencia. Porque la Navidad no es un rito, sino un reto para nuestra vida.
¿Por qué? El amor de Dios es la razón profunda, el origen íntimo de la Navidad (1 Jn 4,9; Jn 3,16). La venida de Cristo no la motivó el pecado del hombre, sino el amor de Dios. Cristo no es un “parche” a un proyecto estropeado por el hombre, sino el centro de un proyecto originado en Dios “antes de la fundación del mundo” (Ef 1,4), que, a pesar del pecado, el hombre no pudo estropear. La Navidad es, pues, la epifanía, la manifestación del Dios Amor y del amor de Dios. Si no damos con esta clave, no habremos hecho la lectura correcta de su mensaje.
¿Para qué? Lo expresa magníficamente el himno de la carta a los Efesios: “para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo…; para hacer que todo tenga a Cristo por cabeza” (Ef 1,3-12). Y en términos parecidos se expresan la carta a los Gálatas: “Para rescatar a los que se hallaban sometidos a la Ley” (4,4), y a los Colosenses: “Para reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos” (1,15-20). De todo esto, el Niño es la señal.
Para verlo no bastan los ojos de la carne y la sangre, se necesitan ojos sacramentales, capaces de trascender lo sensible. De lo contrario volverá a repetirse la historia: “Vino a los suyos, mas los suyos no la recibieron” (Jn 1,11).
Hoy celebramos el nacimiento de la VIDA, de nuestra Vida, Jesús, quien vino para que tuviéramos vida, “y en abundancia” (Jn 10,10). Y frente a programas y planes anti-vida, deberíamos activar y renovar nuestro compromiso por la vida, en su integridad, sin amputaciones ni reducciones.
Domingo Montero, capuchino
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