En medio de la crisis, como la que estamos viviendo, una de las peores cosas que nos puede pasar es perder la esperanza. De ella decimos que es “lo último que se pierde”. Pero cuando se pierde, todo corre el riesgo de resquebrajarse y degradarse. Somos conscientes de que muchas personas se mueven en unos niveles muy bajos de esperanza.
Hace un año el Papa en una de las entrevistas decía: “Yo veo claramente qué es lo que más necesita la Iglesia hoy: la capacidad de curar las heridas y de calentar los corazones de los fieles, la cercanía y la proximidad…”. Por eso el nuestro es un tiempo de sanar, de curar, de reponernos y de ayudar a otras muchas personas a rehacer sus vidas.
Todos estamos invitados a que seamos personas que acogen, que al dolor o a la búsqueda de las personas no respondamos con legalismos y exigencias, sino con comprensión; personas que infunden paz y regalan ánimos a todas esas que están desfalleciendo por el camino. Estamos llamados a ser testigos y portadores de esperanza, que es una de las cosas que más falta hace en este mundo. Hoy, como nunca, nuestra sociedad necesita una Iglesia afectada, con sensibilidad profunda y auténtica. Éste es el verdadero tesoro que los cristianos llevamos en vasos de barro para que los demás puedan beber consuelo y esperanza.
Estamos llamados a vivir y trasmitir la alegría de la Navidad y tal vez a muchas personas esta alegría les parezca insoportable, casi algo indecente. Aun así, no tenemos derecho a desesperarnos por nuestro mundo. Dios nos pide que lo miremos con ternura y que trasmitamos esa gran convicción de que el amor es más fuerte que la muerte. Dios es “amigo de la vida”. Dios es la vida y la vida viene a nosotros. Que sepamos estar atentos en ese momento en que el amor se hace tan cercano y, al mismo tiempo, tan secreto.
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