martes, 8 de mayo de 2018

EL CARRO DE LO ETERNO CON SUS RUEDAS DE MADERA

Cuando preguntamos qué quieres ser de mayor, muchos niños responden: “Mesi” y otros “Ronaldo”. Y los no tan niños, no lo dicen pero suspiran por tener un cuerpo diez, ser famosos o tener mucho dinero. Parece que para ser dichoso hay que ser alguien especial, alguien diferente, alguien único, el mejor. Pero ser como Mesi o Ronaldo lo consiguen uno o dos entre los más de 7 mil millones de habitantes del planeta. El cuerpo diez realmente no existe porque lo crean con Photoshop, maquillajes o liposucciones. Famosos son unos pocos y también son minoría los que tienen dinero a espuertas. Así es que realmente, la gente de a pie, parece que lo tenemos un poco difícil para ser felices.

Me sigue llamando la atención que cada vez sea más normal que mujeres y hombres vayan a clínicas plásticas a operarse para quitarse grasa, cambiarse lo labios o los pechos. Es la mayor barbaridad que uno puede hacerse: cambiar su cuerpo, salvo en situaciones extremas claro. Sobre todo porque indica una falta de aceptación de uno mismo brutal. Estás diciendo que quieres ser de otra manera, que no quieres ser como eres. Creo que justo esta situación es la que nos impide ser felices: la falta de aceptación de lo que somos; la pretensión de ser lo que no somos.

Me da la impresión de que la felicidad tiene que ver con aceptarte tal y como eres, acoger tu debilidad, saber lo que eres y quererte tal cual. Y eso es justamente la humildad cristiana, que tan poco se entiende: es saberte valioso y digno en tu fragilidad. Es el sentimiento que expresa María de Nazaret cuando dice que Dios “ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1, 48). La humildad no se trata de una virtud que te haga sentir bueno, de una “pose” para parecer lo que no eres. La humildad es saber y aceptar lo que eres, tu realidad, tu tierra, tu humus (de ahí viene la palabra). El ser dichoso también necesita acoger la realidad que te toca, aceptar la vida que se te presenta, abrir las puertas a cada instante, sin querer vivir otra cosa, adentrándote en lo sagrado de cada momento, aunque parezca que sea vulgar o doloroso. Algo de esto expresa Christian Bobin:

La libélula al verme, se detiene en la empalizada. Me paro a mirarla. El carro de lo eterno con sus ruedas de madera pasa entre nosotros sin un ruido: luego la libélula vuelve a sus cosas y yo prosigo mi paseo con una nueva tonalidad de azul en el alma”.

Javi Morala, capuchino

No hay comentarios:

Publicar un comentario