No me hago prójimo de alguien simplemente porque haga algo a favor de ella, o porque piense igual que ella, o seamos del mismo pueblo, o tengamos el mismo enemigo. En una palabra: no me hago solidario de alguien porque me caiga simpática. Me hago prójimo de una persona porque soy capaz de situarme en su lugar y así, percibiendo su sufrimiento, actúo a favor suya. Todas las circunstancias que me acercan a la otra personas (cultura, manera de pensar, origen, etc.) me ayudarán a acertar mejor en mis actos solidarios, pero no son el origen de mi movimiento solidario.
Hacerme prójimo requiere un proceso de muchas cosas: cuanto más conozca a la otra persona más me haré cargo de su situación, cuanto más me acerque mejor podré verla, cuanto más me exponga a ella más podré aprender de ella...; Y así, iré dándome cuenta de qué podré aportarle dada mi realidad, llena de posibilidades y de limitaciones. Pero sobre todo, podré empatizar con ella, padecer con ella. Esto último es lo que sostiene la solidaridad: es el dolor captado en el otro lo que me moviliza y motiva a hacer.
Dice el texto del Éxodo que Yahvé dijo a Moisés: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias. Voy a bajar para librarlo”. Dios se hace solidario de su pueblo porque se hace prójimo, próximo.
Carta de Asís, enero 2019
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